Siempre tuvo hambre de triunfos, sed de aventuras, necesidad de reconocimientos.
En el ocaso, descubrió que todos los paisajes estaban en uno.
Montó un chiringuito en una perdida cala que le daba para comer.
Y gastaba el tiempo hablando con la gente y enamorándose de cada puesta de Sol.
Hace ya década y media que escribí este microrelato y que fue recogido en "Los mejores 101 momentos de amor", ese texto que fue elegido como "libro del día" en una ocasión por la Biblioteca Nacional del Perú.
Acabo de regresar de mi cabaña de Alicante, mi chiringuito particular de la felicidad. Siempre que voy allí me acuerdo de este micro. Y de esas sensaciones de laxitud, de bien estar y de bien sentir, que me identifican con el nirvana de la vida. Algún día me quedaré allí para siempre y no volveré. El mar y yo, el viejo y el mar, como el clásico relato de Hemingway, prendidos ambos de una puesta de sol interminable, y de esa compañía femenina íntima y sedosa que ya es casi como la mía propia.
La víspera de volver me llegó por azar esta melodía de "Fly me to the moon", versión de Shoby@Izzie Naylor, y todavía me costó más aceptar esa ley universal de la gravedad, dejar de flotar, poner otra vez los pies en la tierra y regresar.
Tal vez porque para mí todavía todos los paisajes no están en uno. Quiero decir, para mi pesar. Mi mujer me dice que yo no soy de lo uno o lo otro, sino de lo uno y lo otro. Claro, así siempre hay alguna otra cosa más que tira de mí, léase mi nuevo libro, y me despierta del nirvana.
Así que, aquí estoy, metido, de hoz y coz, en mi nueva novela. Desbrozando los primeros pasos del camino, los más difíciles, hasta que encuentre el pulso, y el tono, en el que me encuentro más a gusto para dar todo lo que sé. A mí mismo y a los futuros lectores.
Ahora bien, ya sueño con volver, tras este ingente esfuerzo, y aún antes, a mi chiringuito de la felicidad, que tal vez lleve este nombre porque no es el de todos los días. O darme el placer de un viaje a un sitio lejano con un mar diferente o, qué se yo, solo son las viejas zanahorias que uno se pone delante, para producir valor y también para olvidarse de que cada día que pasa le hace a uno más viejo, con la esperanza de que, como dice el dicho, le haga también un poco más sabio, y, sobre todo, un poco más feliz. Hasta que todos los paisajes se conviertan en uno.
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FOTOS: en la subida al faro de El Albir, hace unos días. Y junto al Mar Negro hace unas semanas.