LA PRIMERA NOVIA
Mi pandilla y yo vivíamos
entonces en la época de imitación de los mayores. Todo lo que veíamos lo
copiábamos al instante, con el afán de experimentar en nosotros mismos aquellas
sensaciones tan difusas y tan extrañas en las que debía consistir ser mayor,
que era algo tan deseado y, al mismo tiempo, tan lejano para nosotros.
Bebíamos a escondidas,
fumábamos, nos peleábamos como ellos, jugábamos a sus juegos, sobre todo a las
cartas con dinero, aunque en menores cantidades por supuesto, y
menospreciábamos e ignorábamos, como hacían ellos, a los más pequeños que
nosotros, claro.
Pero en los temas amorosos no
pasábamos todavía de la fase de observación de lo que hacían los mayores.
Íbamos al baile del Callejón
del Horno y clasificábamos a las parejas por la intensidad con la que bailaban,
como ya expliqué. Y, cuando detectábamos a unos tortolitos, los torturábamos con
ahínco.
Lo más frecuente era pasar a su
lado mientras les tirábamos “pegotes”, que eran unas bolas llenas de suaves
pinchos provenientes de una planta común, parecida al cardo, que crecía por los
caminos. Se pegaban, particularmente bien, en prendas de lana, muy habituales
en otoño y en invierno.
Los miembros de la acaramelada
pareja, concentrados sin duda en los cálidos sentimientos que experimentaban
sus cuerpos y sus corazones, ni lo notaban. Cuando acababan de bailar tenían
las espaldas y el culo lleno de bolas. A veces no se daban cuenta hasta que
hacían un descanso en el baile y se sentaban en alguno de los bancos y sillas
que había alrededor del salón. Ahí sí que los sentían, claro.
Entonces, el chico,
aparentemente enfadado, miraba por los alrededores y amagaba como que se
levantaba a perseguirnos, mientras
exclamaba.
- ¡Malditos críos!
Aunque en el fondo, tanto la
chica, aunque ella de pronto se escandalizara, como el chico, estuvieran
orgullosos de haber sido elegidos por los críos como los más efusivos de la
noche. Luego, se iban discretamente a un rincón y se quitaban el uno al otro,
los pegotes de sus cuerpos, como el pago de un precio mínimo que debían
efectuar tras el disfrute de un rato tan agradable bailando ambos tan juntitos.
Recuerdo a una pareja particularmente embobada y hasta
transfigurada que no se hubiera desenlazado ni aunque hubieran empezado a tañer
las campanas, que estaban allí al lado, avisando que venía la aviación a
bombardear el pueblo.
A estos les llenamos los
bolsillos de pequeñas piedras y guijarros. Al chico los dos bolsillos de la
chaqueta, con medio quilo de piedras cada uno y a la chica los dos bolsillitos
de su rebeca azul, que acabaron reventados por el peso. ¡Pues nada, ni por
esas! Acabaron casándose al poco, claro. Supongo que para dejar de estar
abrasados por aquella pasión tan absorbente como placentera.
Para los casos más peliagudos
teníamos al pequeño Agus. Le llamábamos el pequeño Agus, pero no porque fuera pequeño
de edad, tendría sus ocho o nueve añitos como nosotros, sino porque en un
momento determinado su organismo decidió no crecer y se quedó convertido en un
auténtico tapón. Hasta que sus padres, muy preocupados, acabaron llevándolo a
Guadalajara a que lo examinaran a fondo y le recetaron unas vitaminas con las
que, unos años más tarde, consiguió despegar un poco.
Pues bien, el pequeño Agus,
aprovechando su estatura, era el experto en lo que denominábamos “el
restregón”. Lo mandábamos por los rincones
donde recalaban las parejas particularmente enceladas y allí con una pequeña
linterna las examinaba de cintura para abajo.
Cuando detectaba las manchas
típicas del “restregón” venía todo
alborozado a contárnoslo, sobre todo porque tampoco eran tan frecuentes como
nosotros hubiéramos deseado.
Entonces ejecutábamos nuestra
estrategia, diseñada para estos casos, que era tan terrible como la que
hubieran utilizado los más abyectos inquisidores.
Desenrollábamos nuestro pequeño
cartel y luego le pegábamos por las esquinas unos trozos de celo.
A continuación, teniendo ya
perfectamente identificada a la pareja infractora, les colgábamos el cartel en
la espalda. A ser posible en la espalda de ambos, con un letrero cada uno,
porque considerábamos culpables a los dos.
Aunque, puestos a elegir, más a la chica que, quién sabía por qué,
concentraba siempre todas las culpas de aquella educación un tanto machista que
era no poco infrecuente entonces.
Les solíamos poner: “
¡Guarros!”, “Cerdos”, o lindezas similares.
Entonces, cuando se daban
cuenta, la chica iba corriendo al perchero a ponerse el abrigo y ocultar las
evidencias y el chico montaba en cólera y nos perseguía por el salón hasta que
nosotros alcanzábamos la puerta y huíamos a toda velocidad para llegar a la
fuente y
rememorar allí, una y otra vez, nuestra hazaña.
El pobre Agus que era, por su
estatura, el que menos corría, sufría a veces las iras del mozo, que le
alcanzaba y plantaba al pobre un par de tortas que le dejaban la cara calentita
para toda la noche. Nosotros lo consolábamos cuando se reunía con nosotros en
la fuente y lo coronábamos como héroe del “restregón”, sin que muchos de
nosotros supiéramos, a ciencia cierta, en qué consistía aquel bochornoso
espectáculo de las manchas.
Con las chicas de nuestra edad,
sin embargo, nos cortábamos como la leche con el vinagre y éramos, la mayor
parte de las veces, todo lo contrario a héroes resueltos y decididos. A veces
nos íbamos a jugar con ellas, pero todos sus juegos acababan en secretos, risitas y cuchicheos y nosotros entonces nos
sentíamos nerviosos y un tanto desorientados y siempre terminábamos tirándoles
algo: agua, pegotes, arroz y similares para aliviar aquella tensión que
sufríamos y sacudirnos de encima aquel complejo de inferioridad y de
inexperiencia que, de una manera envolvente y difusa, experimentábamos a su
lado.
Sí, una cosa eran las heroicidades de la pandilla en grupo y otra, muy distinta, lidiar con
aquellos incipientes sentimientos amorosos que empezaban a embargarnos en
presencia de aquellas damas diminutas y, también, con los procesos de emulación
de lo que veíamos, o intuíamos que hacían los chicos mayores con las personas
del otro sexo.
Además el ruido ambiente, o la
rumorología, o el chismorreo, o las ganas de liarnos, o quién sabía qué, no
hacía nada más que complicarlo todo, atenazándonos todavía más en la
incapacidad de expresar aquellos incipientes balbuceos amorosos.
Recuerdo muy bien la primera
novia que tuve, a nivel de rumor, claro. Se llamaba Consuelito. Y todo fue
porque una tarde salí de la escuela
hablando con ella.
Al día siguiente subí a la
plaza a jugar al arrime, juego que consistía en lanzar una moneda o una chapa
contra una pared y tratar de quedar lo más cerca posible de la misma. Nosotros,
en la plaza, jugábamos contra el frontón, que era la pared por excelencia.
Estaban por allí Julián, mis
primos Jesulín, Ricardo y Javierito, Angelín el hijo del carpintero, el pequeño Agus y también el pecoso Chema,
junto con su primo, el otro tanto pecoso
y rubiato Bertín que, últimamente, se unía bastante a nuestro grupo.
Me alegré mucho de verlos, de
hecho esperaba encontrarlos por allí.
- Qué, ¿jugamos al arrime? –
dije, a modo de saludo, sacando del
bolsillo mis chapas.
Pero noté algo extraño. El
pequeño Agus se empezó a reír con aquella risilla nerviosa que tenía, tapándose
la boca con la mano. Y Jesulín empezó a mirar a lo alto, casi al campanario,
huyendo su mirada de la mía.
Entonces supe que tenía que
mirar en dirección contraria a la de mi primo Jesulín, es decir, al frontón.
Seguro que allí había escrito algo. Algo sobre mí, claro. Porque el frontón era
como la gacetilla del pueblo, donde se recogían todos los rumores o seudo
rumores que se producían, sobre todo
entre los chicos y los jóvenes.
Y, efectivamente, allí estaba:
“Consuelito y Germán son novios”.
Inclusive vi, tirado en el
suelo, el trozo de yeso blanco, con el que el gracioso de turno había escrito
en la pared del frontón.
- ¿Habéis visto quién lo ha
hecho? – les pregunté, sobre todo mirando a mi primo Jesulín, pero no a los
ojos, claro, porque me los huía permanentemente.
- Nosotros, no – dijo Agus con
aquel plural que quería representar a todos, porque, desde luego, el pequeño
Agus, Papa no era.
Entonces, ante el persistente
silencio del resto, me acerqué al frontón y con el mismo trozo de yeso, borré
lo que estaba escrito.
Por fin Jesulín habló.
- Germán, pues es una chica muy
maja.
Entonces me lancé sobre él con
una furia desmedida. Menos mal que estaban mis otros dos primos y nos
separaron.
Jesulín se puso
condescendiente.
-Bueno, bueno, Germán,
olvidemos el asunto. Qué, ¿jugamos al
arrime,…? Pero con la pelota.
Yo estaba que me subía por las
paredes. Como aquel rumor se consolidara iba listo. Además, con lo tímido que
me sabía que era, iba a sufrir lo indecible.
Así que estuve de acuerdo en
empezar rápidamente a jugar y desviar la atención de todo aquello.
El arrime con la pelota
consistía en hacer unos hoyos en el suelo, junto al frontón. Uno por cada
jugador y luego tratar de embocar desde una distancia de unos diez metros una
pelota de goma, cada jugador en su hoyo.
El juego no tenía complicación.
Pero el que perdía tenía una penitencia dolorosa.
Yo era bastante bueno y embocaba
con facilidad. Pero aquel día estaba desconcentrado al máximo y no daba pie con
bola, nunca mejor dicho. Así que quedé inclusive por detrás del pequeño Agus,
que era un desastre y siempre perdía.
Bertín me señaló con el dedo.
- Germán, ¡a la pared!
El que perdía debía ponerse,
apoyado de espaldas contra el frontón, con los brazos en cruz. El resto de los
jugadores tenían que lanzar la pelota y tratar de darle en alguna de las dos
palmas de las manos.
Tenían tres intentos, si
fallaban, sustituían después al penado. La verdad es que había algunos malos
lanzadores y donde te daban era en la cara y en sitios peores.
Yo me puse de espaldas contra el frontón con los brazos
abiertos.
- ¡A ver la puntería que tenéis,
sobre todo tú, Agus! – les dije.
Entonces Agus se preparó a la
distancia convenida.
Con lo pequeño que era lanzaba
la bola con todas sus fuerzas para compensar su baja estatura.
La pelota, lejos de alcanzar mis
manos, que probablemente estaban muy
altas para él, me dio en la entrepierna. Sentí un dolor intenso y mareante y
caí de rodillas en el suelo.
Entonces fue cuando oí la voz
de Consuelito que pasaba por allí con su hermana.
- ¡ A ver, brutos! ¡ Dejad a
Germán ya, que vais a matarlo!
Y se acercó a donde yo estaba
con su hermana pequeña.
Los chicos se quedaron pasmados.
Aunque mucho menos que yo, que no sabía qué hacer, ni qué decir.
- ¿Te encuentras bien Germán?
¿Quieres que te acompañe a tu casa?
- No, no, Consuelito. Estoy
bien. Ya sabes que es solo un juego
Así que me levanté como si no
hubiera pasado nada, aunque aquello me dolía la repera.
- Adiós, Consuelito – le dije,
acompañando mi voz con un gesto de que se retirara – Vamos a seguir jugando.
Adiós – volví a repetir, deseando que se
esfumara como por arte de magia.
Afortunadamente su hermana
pequeña vino en mi ayuda.
- Sí, vámonos, Consuelito, que si no llegaremos tarde.
Todavía no había desaparecido
Consuelito por la esquina, cuando se oyó la risita de mi primo Jesulín.
- Oh, amor, ¿te han hecho daño
estos brutos?
Entonces me lancé sobre él y lo
tiré al suelo, lleno de una furia inconmensurable. Allí le borré a golpes aquella risa de mofa.
O, tal vez, hubiera en ella también de
algo de envidia.
Mi primo tampoco se defendía
mucho y capeaba el temporal como podía.
Nos separaron de nuevo, y el
juego se acabó entonces de forma radical, sin reanudación posible. Pero aquello
de “Consuelito y Germán son novios” volvió a aparecer no solo en el frontón, sino también en el
Chorlite y en el lavadero.
A mí, Consuelito no me caía
mal. Inclusive hubiéramos sido buenos
amigos si no hubiera ocurrido aquello. Pero, a partir de entonces, cuando la
veía me entraba una timidez paralizante. A veces me la encontraba por la calle
y cambiaba de dirección con tal de no
cruzarme con ella.
Y peor era cuando empezaba el
choteo de los chicos de la pandilla.
- Mira, Germán, por ahí va tu
novia. Hoy lleva unas trenzas muy bonitas.
Sin que yo supiera entonces
definirlo, hoy calificaría a todo
aquello como una presión mediática asfixiante.
Yo lo pasaba realmente mal. Y creo que
Consuelito, también.
Un día Jesulín, que notaba que
el tema se estaba pasando de castaño oscuro y me veía sufrir, se me acercó y me
dijo.
- Germán, tenemos que buscar a
otros novios, para que dejen de fijarse en vosotros.
La verdad es que Jesulín tenía
también a veces buenas ideas. Prácticas
y resolutivas. Aunque de mayor me confesó que, en aquella ocasión, solo lo hizo
porque tenía miedo de que al final Consuelito me separara de él.
Así que no se nos ocurrió mejor
idea que “liar” al pecoso Bertín con Sagi, la aguerrida lideresa de las chicas.
Y lo que son las cosas, a Sagi no parecía disgustarle la idea pero, al atrevido
Bertín le dio tal síncope, que empezó a recluirse en su barrio del Chorlite y
no bajaba a la plaza ni por asomo.
Lo cierto es que la presión
sobre Consuelito y sobre mí bajó notablemente, aunque a Bertín se le veía al
hombre, por el contrario, totalmente apesadumbrado. Con su nombre en todas las
paredes. La verdad es que Jesulín y yo no parábamos de escribir.
Un día me lo encontré por su
barrio y hablamos. Como dos “expertos
novios”.
- Germán, y tú qué haces.
Porque yo, aparte de sufrir estos chismorreos, no sé lo que es ser novios. Me
estoy cansando y eso que no he empezado. ¿Y tú cómo lo llevas?
- Bertín, nosotros ya no somos
novios, ni siquiera estamos ya en las paredes.
Lo hemos dejado – últimamente mentía con una naturalidad extraordinaria
– Pero, bueno, vosotros que sí lo sois
debéis empezar como todo el mundo, con los besos y todo eso.
- Sí, así en frío parece
fácil. Pero luego, yo es que veo a Sagi y se me caen los pantalones. Del susto,
quiero decir. Y eso que lo ensayo todas las noches para proponérselo al día
siguiente. Pero por la mañana me entra el canguelo y sé que tampoco se lo voy a
decir.
Sí, no era fácil. Ni siquiera
para Bertín, que tenía un aplomo y un arrojo fuera de lo común.
Jesulín y yo dejamos de
pintar su nombre en las paredes y, poco a poco, empezó Bertín a aparecer otra
vez por la plaza, tan serio y aplomado como siempre.
Un día, pasado ya algún
tiempo, me encontré con Consuelito en la fuente. Íbamos cada uno con nuestro
botijo. Aquel día me encontraba relajado y tampoco veía a testigos no deseados
a mi alrededor que me cohibieran. Así que no huí de ella como en otras
ocasiones.
Llenamos cada uno nuestro
botijo en los caños y luego nos quedamos uno frente a otro mirándonos.
Yo no sabía qué decir. Así que
solté lo primero que me vino a la mente.
- Esta fuente la hizo mi
bisabuelo, siendo alcalde. Mira.
Y le enseñé la leyenda que
había escrita al lado de la puerta del depósito del agua. Allí figuraba el
nombre de mi bisabuelo y la fecha: 02-05-1911.
Ella leyó en silencio
aquellas letras. Nos habíamos quedado juntos, al resguardo de la pared del
depósito del agua.
- Yo creo que ya no somos
novios, ¿verdad? – me dijo mirando al suelo.
- Bueno, pero lo fuimos – le
dije, sorprendiéndome de haberlo dicho.
Entonces extendió una de sus
manos y se la llevó al pelo. Cogió una horquilla y me la dio.
-Para que tengas un recuerdo
mío.
Yo no tenía nada que
regalarle.
Entonces me decidí dando un
paso de gigante.
- Yo te regalo esto – y me
acerqué y le di un beso en la mejilla.
Ella se dio la vuelta y,
mientras se agachaba a coger el botijo, la oí.
- Gracias, Germán.
La vi marcharse por el
camino, mientras recordaba aquellas dos palabras mágicas que me había dicho y
me pareció la niña más bonita del mundo.
Ahora que ya no éramos
novios hasta me apetecía que lo fuéramos.
Apenas tuvimos la
oportunidad de volver a vernos. Sus padres se marcharon a Barcelona, como otros
más de los emigrantes pioneros que, por aquel entonces, se decidían a abandonar el pueblo, buscando
nuevos horizontes.