“DISTINTAS FORMAS DE MIRAR EL AGUA” – JULIO LLAMAZARES.
En el último libro de
Julio Llamazares se nos muestran diecisiete formas de mirar el agua que, en
realidad, serían diecisiete formas de mirar la vida. Porque si hay un símbolo
de esta última éste siempre ha sido, es y, probablemente, seguirá siendo en el
futuro, el agua.
Los astrólogos lo saben
muy bien cuando estudian el universo: para rastrear la posibilidad de vida en
él, hay que rastrear el agua.
El origen de la vida en
la Tierra también fue en el agua, donde empezaron las primeras bacterias y,
nosotros mismos, flotamos en el útero materno, relleno fundamentalmente de
agua, antes de nacer.
Pero Julio Llamazares
lleva al protagonista de esta historia,
un muerto que ya es solo un montón de cenizas tras su incineración, a que repose bajo las aguas de un pantano que
cubren el pueblo donde aquel nació y de
donde fue expulsado, precisamente por otra gran fuerza generadora de
vida, que es el progreso, y que bien pudiera representar la presa con la que se
construyó el lago.
Y cada una de las diecisiete
personas, sus familiares y seres más queridos, que lo despiden, echando sus
cenizas al pantano, solo hacen que rumiar, cada uno con distintas ideas en su
mente y sentir, con diferente dolor e intensidad en su corazón, esta paradoja
de nacer del agua y morir ahogado en ella.
O recordar las ilusiones
del principio de la vida y cómo te aparta de ellas el manotazo del destino,
bien, disfrazado de progreso, bien, desnudo y mostrando toda la aleatoriedad y
dureza de la que es capaz.
Porque el agua también
destruye la vida que crea, como el tiempo que nació con nosotros nos va
devorando día a día hasta terminar de aniquilarnos.
Ya en las entrañas del
libro de los libros, Dios anegó el mundo de agua para acabar con él, aunque
salvara a Noé y su Arca. Porque el agua
da la vida pero también la quita, como cada bocado de aire que respiramos nos
alimenta, pero nos va oxidando por dentro, hasta convertirnos en herrumbre. O,
como cada paso del progreso se lleva por delante a todas las víctimas que se
necesitan para darlo.
Así que estos diecisiete
testigos del naufragio de la vida del protagonista, se miran en el agua, pero solo para verse sus propias cicatrices
en el espejo. Tal vez busquen su propio
Arca de Noé, esa urna de latón, donde un
día reposarán sus propias cenizas, mientras se preguntan atónitos a sí mismos
qué sentirán los otros, tan inermes como ellos y si todo este embrollo habrá
merecido al final algo la pena.
Y esta metáfora es lo
que a mí más me ha gustado de este libro en el que, sin llegar a los decibelios
de “La lluvia amarilla”, puede oírse sin embargo, muy nítidamente, el grito de
la soledad y del infortunio humanos. Que
es el tema, a mi juicio, recurrente en la obra de este escritor tan singular.
Porque hay muchas más de
diecisiete formas de mirar el agua, tantas como hombres sobre la tierra, aunque
solo haya, al final, unas solas y únicas cenizas, que nos recuerdan, sin
embargo, que una vez fuimos fuego y brillamos en la oscuridad, mientras nos
duró la gasolina.
O, simplemente, es que vino el agua del pantano y
quedamos anegados por él.
Francisco Rodríguez
Tejedor
Escrito para el blog:
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