LA PUERTA DEL PARAÍSO
Había una alfombra de hojas en otoño que conducía hasta ella. O una floresta llena de varas de judías
serpenteantes que llenaba de alegría y filigranas su contorno. O la nieve cubría de un blanco eterno y limpio
los largos inviernos que se encerraban
en el huerto durante meses…
Pero, para mí, era, sobre
todo, la puerta que daba al paraíso…
Al otro lado, muy cerca, estaba la arboleda, donde yo me perdía. O
me encontraba. Leyendo. Fantaseando. Creciendo. Haciéndome mayor. El último
reducto donde disfrutaba de la soledad, de aquella soledad que, con el tiempo,
sería invadida por mil cosas.
Ya nada es igual, ni las paredes, ni los árboles pero,
curiosamente, la puerta sigue siendo la misma. Extiendo mi mano y la abro con
la esperanza de que me transporte al otro lado. Y, por un momento, lo hace.
Luego, trato de buscar a
aquel niño que fui entre los rastros que dejé con mi navaja en los centenarios
árboles.
Pero los años y la corteza que se regenera todas las primaveras
han borrado ya todas las firmes declaraciones que yo escribí sobre su piel.
Así que nos miramos, los árboles y yo, como dos extraños.
O, tal vez sea solo, que ahora me cuesta acostumbrarme tanto a
aquel paraíso de entonces, lleno solo de luz y de silencio.
Y, por un momento, me
invade el vértigo del vacío, la oquedad inmensa de todo lo que he ido perdiendo por el
camino.
O, tal vez sea solo, que el paraíso necesita también su tiempo
para acoger de nuevo al viejo caminante que regresa, cansado ya. Y que abre de
nuevo la puerta que da a las viejas y frondosas arboledas donde permanece el frescor y la sabiduría que
tanto necesita, aunque él todavía no lo sepa.
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