I
El sonido de aquel
claxon atronó toda la calzada. Había roto la calma, el relativo silencio de las
ordenadas y aquietadas filas de coches, como un estallido poderoso, estridente
y, sobre todo, apremiante. Que había
atravesado los cristales y, luego, los tímpanos y las membranas cerebrales de
los ocupantes de aquellas cápsulas, o corazas, que llamaban automóviles.
Las manadas de los
animales siempre lo habían tenido muy
claro. Su jefe natural había
sido, en todo caso, el que más fuerte había conseguido alzar su voz. Para
reafirmarse, para amedrentar, para dar órdenes. Para mandar, en definitiva. La
vieja y duradera ley de la selva.
Y, en consecuencia, tras
oír aquel claxon todo el mundo se puso en movimiento. Sobre todo los
automovilistas de la primera fila.
El semáforo se había
puesto también en verde. Como otro dócil integrante más de aquella caravana
obediente que rodeaba y seguía al líder.
Primero todos lo
miraron. Al líder. Y lo admiraron después.
Aquel era un corcel pura sangre. En plenitud de su fuerza y de su
belleza. Tenía aquel Mercedes Clase S, una prestancia, una apostura que
destacaba sobremanera sobre el resto.
Iba limpio y reluciente o, simplemente, es que era así de nuevo, el
último modelo del mercado. Se desplazaba
de forma majestuosa, sacando brillos y reverberaciones a aquella mañana de
primavera, casi de verano ya.
Así que cuando hizo oír
su voz, fue natural seguirlo. Y dejarle su espacio, por supuesto.
El hombre del Mercedes
aceleró y, rápidamente, fue adelantando a cuantos se le ponían a su paso.
Algunos, inclusive, le facilitaban la maniobra, como si se tratara de una
ambulancia o de un coche de policía. Pasaba entonces el Mercedes a su lado,
pleno de brillos en sus cromados y en su carrocería, pintada de un azul
metalizado refulgente. El hombre del Mercedes ni los miraba siquiera o, en el
mejor de los casos, esparcía sobre ellos
una mirada oblicua y displicente.
Lo suyo era mirar el
horizonte en lontananza. Sobrepasar a cuantos
estaban por delante suyo en aquella avenida de tres carriles. Y llegar
el primero.
Y allí estaba el hombre
del Mercedes, parado el primero en el siguiente semáforo. Había dudado en
saltárselo, pero prefirió la sensación de liderar a aquella manada de
obedientes paquidermos que estarían ahora mirando, embelesados, en la trasera de su auto los
detalles del motor y de la cilindrada.
Además quería observar
con más detenimiento a aquel bellezón que caminaba por la acera. La había visto
de espaldas, luciendo aquella melena aleonada a la que movía ligeramente la
brisa y, sobre todo, con aquellos
contoneos en su grupa, sensuales, armoniosos y provocativos.
La muchacha llegó al
semáforo, sabiendo perfectamente que todos los ojos de la interminable fila de
coches la estaban mirando.
Pero ella parecía haber
nacido para eso. Desde que se recordaba de pequeña siempre había sido así. Lo
llevaba, no solo con naturalidad, sino también con un íntimo regocijo. Su
cuerpo era, alguna vez lo había pensado, como un coche de alta gama: el más
deseado. Y solo accesible para unos cuantos privilegiados.
Así que, aunque no era
exactamente su camino, decidió cruzar por aquel semáforo. Le había atraído
mucho imaginar su silueta junto a aquel imponente Mercedes azul metalizado, que
aumentaría, aún más si cabe, la admiración de aquella fila de mirones. Que
ahora sí, tendrían durante unos segundos, y juntas, las dos cosas que más deseaban,
con las cuales, sin duda, soñaban a diario cuando iban obedientes y puntuales a
sus puestos de trabajo: el mejor coche y una mujer de bandera.
Pero también la
muchacha había sentido en su interior un extraño pálpito, una excitación
adicional. La que experimentaba cuando se topaba con alguien de su nivel en la
jauría de líderes que mandaba en la selva. O en el asfalto de las calles, o
bajo las luces intermitentes de las discotecas que, bien mirado, venían a ser,
todas ellas, la misma cosa.
No llegaba a distinguir
muy bien al hombre del Mercedes, sentado a contramano de la acera. Luego,
cuando empezó a cruzar, pudo ver de reojo, más nítidamente, su cuerpo trajeado elegantemente y sus gafas
de sol último modelo.
Ella acrecentó el vaivén
de sus caderas y se colocó su melena, mientras se acercaba a su altura. El hombre se quitó las gafas de sol. La fila
de mirones esperaba expectante.
Cuando la muchacha
estuvo justo enfrente, se giró, con un dominio de la situación y una seguridad
pasmosos. Y le ofreció una sonrisa llena de encanto, de sensualidad. Pero,
todavía más, de aplomo. De jerarquía.
El hombre del Mercedes
pareció descolocado. Luego palideció un instante sin saber reaccionar. Y acabó desviando la mirada.
La muchacha lo observó
una última vez. Pero ya sin curiosidad.
Como quien contempla el trofeo conseguido fácilmente, antes de ponerlo
en la vitrina. En la del museo de los conquistados, de los perdedores, de
aquellos que no supieron estar a la altura de las circunstancias.
El hombre del Mercedes
se volvió a poner las gafas de sol.
Para que quedara a cubierto,
pensó, de lo que había pasado. Sentía a
la fila de los mirones clavándole los ojos en la nuca. O, lo que era peor, no
reparando ya en él, sino solo en la grupa de aquella elegante diosa de las
aceras.
El tiempo no pasaba. El
hombre del Mercedes aceleraba su coche con estrépito, en punto muerto,
esperando el semáforo.
Por fin se abrió el verde y el hombre del
Mercedes salió disparado, no sin antes tocar el claxon, no se sabía contra qué:
si por la tardanza del semáforo en abrirse o buscando un contrincante en la
calzada contra el que acometer.
El
hombre del Mercedes siguió conduciendo
luego de forma más agresiva si cabe. Acosando a los utilitarios que se
encontraba a su paso. Pegándose a su trasera o atronándolos con su claxon, el
más potente de la calzada, hasta que conseguía que le dejaran vía libre, cambiándose
a otro carril. Entonces los adelantaba sin ni siquiera mirarlos y desplazaba
aquella maravilla refulgente mientras la gente de las aceras lo observaba con
admiración.
Llegó un poco más
calmado al que parecía ser su destino. Un hotel de lujo denominado “Hotel
Alameda del Sol”. Allí, en cuanto lo vieron aparecer le abrieron inmediatamente
el acceso al parking privado.
Y en él, en aquella
inmensa boca negra, penetró y, luego, desapareció el hombre del Mercedes,
acorazado en su coche. Hasta que, unos instantes después, volvieron a cerrar la
puerta de acceso por la que había entrado.
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