miércoles, 1 de marzo de 2017

EL HOMBRE DEL MERCEDES




I

     El sonido de aquel claxon atronó toda la calzada. Había roto la calma, el relativo silencio de las ordenadas y aquietadas filas de coches, como un estallido poderoso, estridente y, sobre todo, apremiante.  Que había atravesado los cristales y, luego, los tímpanos y las membranas cerebrales de los ocupantes de aquellas cápsulas, o corazas, que llamaban automóviles.
     Las manadas de los animales siempre lo habían tenido muy  claro.  Su jefe natural había sido, en todo caso, el que más fuerte había conseguido alzar su voz. Para reafirmarse, para amedrentar, para dar órdenes. Para mandar, en definitiva. La vieja y duradera ley de la selva.
    Y, en consecuencia, tras oír aquel claxon todo el mundo se puso en movimiento. Sobre todo los automovilistas de la primera fila.
    El semáforo se había puesto también en verde. Como otro dócil integrante más de aquella caravana obediente que rodeaba y seguía al líder.
     Primero todos lo miraron. Al líder. Y lo admiraron después.  Aquel era un corcel pura sangre. En plenitud de su fuerza y de su belleza. Tenía aquel Mercedes Clase S, una prestancia, una apostura que destacaba sobremanera sobre el resto.  Iba limpio y reluciente o, simplemente, es que era así de nuevo, el último modelo del mercado.  Se desplazaba de forma majestuosa, sacando brillos y reverberaciones a aquella mañana de primavera, casi de verano ya.
    Así que cuando hizo oír su voz, fue natural seguirlo. Y dejarle su espacio, por supuesto.
    El hombre del Mercedes aceleró y, rápidamente, fue adelantando a cuantos se le ponían a su paso. Algunos, inclusive, le facilitaban la maniobra, como si se tratara de una ambulancia o de un coche de policía. Pasaba entonces el Mercedes a su lado, pleno de brillos en sus cromados y en su carrocería, pintada de un azul metalizado refulgente. El hombre del Mercedes ni los miraba siquiera o, en el mejor de los casos, esparcía  sobre ellos una mirada oblicua y displicente.



    Lo suyo era mirar el horizonte en lontananza. Sobrepasar a cuantos  estaban por delante suyo en aquella avenida de tres carriles. Y llegar el primero.
   Y allí estaba el hombre del Mercedes, parado el primero en el siguiente semáforo. Había dudado en saltárselo, pero prefirió la sensación de liderar a aquella manada de obedientes paquidermos que estarían ahora mirando,  embelesados, en la trasera de su auto los detalles del motor y de la cilindrada.
     Además quería observar con más detenimiento a aquel bellezón que caminaba por la acera. La había visto de espaldas, luciendo aquella melena aleonada a la que movía ligeramente la brisa y, sobre todo, con aquellos  contoneos en su grupa, sensuales, armoniosos y provocativos.
     La muchacha llegó al semáforo, sabiendo perfectamente que todos los ojos de la interminable fila de coches la estaban mirando.
     Pero ella parecía haber nacido para eso. Desde que se recordaba de pequeña siempre había sido así. Lo llevaba, no solo con naturalidad, sino también con un íntimo regocijo. Su cuerpo era, alguna vez lo había pensado, como un coche de alta gama: el más deseado. Y solo accesible para unos cuantos privilegiados.
    Así que, aunque no era exactamente su camino, decidió cruzar por aquel semáforo. Le había atraído mucho imaginar su silueta junto a aquel imponente Mercedes azul metalizado, que aumentaría, aún más si cabe, la admiración de aquella fila de mirones. Que ahora sí, tendrían durante unos segundos, y juntas, las dos cosas que más deseaban, con las cuales, sin duda, soñaban a diario cuando iban obedientes y puntuales a sus puestos de trabajo: el mejor coche y una mujer de bandera.
     Pero también la muchacha había sentido en su interior un extraño pálpito, una excitación adicional. La que experimentaba cuando se topaba con alguien de su nivel en la jauría de líderes que mandaba en la selva. O en el asfalto de las calles, o bajo las luces intermitentes de las discotecas que, bien mirado, venían a ser, todas ellas, la misma cosa.
     No llegaba a distinguir muy bien al hombre del Mercedes, sentado a contramano de la acera. Luego, cuando empezó a cruzar, pudo ver de reojo, más nítidamente,  su cuerpo trajeado elegantemente y sus gafas de sol último modelo.
    Ella acrecentó el vaivén de sus caderas y se colocó su melena, mientras se acercaba a su altura.  El hombre se quitó las gafas de sol. La fila de mirones esperaba expectante.
    Cuando la muchacha estuvo justo enfrente, se giró, con un dominio de la situación y una seguridad pasmosos. Y le ofreció una sonrisa llena de encanto, de sensualidad. Pero, todavía más, de aplomo. De jerarquía.
     El hombre del Mercedes pareció descolocado. Luego palideció un instante sin saber reaccionar.  Y acabó desviando la mirada.
    La muchacha lo observó una última vez. Pero ya sin curiosidad.  Como quien contempla el trofeo conseguido fácilmente, antes de ponerlo en la vitrina. En la del museo de los conquistados, de los perdedores, de aquellos que no supieron estar a la altura de las circunstancias.
    El hombre del Mercedes se volvió a poner las gafas de sol.  Para  que quedara a cubierto, pensó, de lo que había pasado.  Sentía a la fila de los mirones clavándole los ojos en la nuca. O, lo que era peor, no reparando ya en él, sino solo en la grupa de aquella elegante diosa de las aceras.
   El tiempo no pasaba. El hombre del Mercedes aceleraba su coche con estrépito, en punto muerto, esperando el semáforo.
   Por fin se abrió el verde y el hombre del Mercedes salió disparado, no sin antes tocar el claxon, no se sabía contra qué: si por la tardanza del semáforo en abrirse o buscando un contrincante en la calzada contra el que acometer.

    El hombre del Mercedes siguió conduciendo  luego de forma más agresiva si cabe. Acosando a los utilitarios que se encontraba a su paso. Pegándose a su trasera o atronándolos con su claxon, el más potente de la calzada, hasta que conseguía que le dejaran vía libre, cambiándose a otro carril. Entonces los adelantaba sin ni siquiera mirarlos y desplazaba aquella maravilla refulgente mientras la gente de las aceras lo observaba con admiración.
     Llegó un poco más calmado al que parecía ser su destino. Un hotel de lujo denominado “Hotel Alameda del Sol”. Allí, en cuanto lo vieron aparecer le abrieron inmediatamente el acceso al parking privado.
     Y en él, en aquella inmensa boca negra, penetró y, luego, desapareció el hombre del Mercedes, acorazado en su coche. Hasta que, unos instantes después, volvieron a cerrar la puerta de acceso por la que había entrado.

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