Te vi la primera vez con aquella amiga. Y
ya quise conocerte.
El destino nos volvió a unir. Y me quedé
prendado de tu sonrisa. Para siempre.
Hemos llegado hasta aquí, donde fenecen
los años y nacen otros nuevos, como en un inmenso campo de margaritas donde los
dos acabamos diciendo sí, con nuestro pétalo en la mano.
Y, cuando viene la pena negra o la
distancia infinita, yo me cuelgo de tu sonrisa, que es como una luna que se
columpia en el firmamento, segura, eterna y, sobre todo, indefensa.
Porque tu sonrisa no tiene barreras, ni
escudos, ni empalizadas. Sólo una invitación continua a que me adentre en tu
corazón.