LA
IMPORTANCIA DEL PASADO
Acabo de volver
de mi pueblo natal, Sacecorbo, (al que yo, literariamente, denominé “El sauce
curvo”, en el libro que, poco a poco, se
está convirtiendo en un clásico, “Memorias del sauce curvo”: será nombrado a la
vuelta del verano, qué alegría, como uno de los libros del día de Amazon en
todo el mundo de habla española).
Allí pasé yo los
primeros 10 años de mi vida. Y algo tienen aquellos paisajes: desde el color
del cielo, de un azul rabioso en esta época, a la fragancia del aire, lleno de
pureza, y de limpieza, y de paz, que una suerte de renovación interior, íntima, te envuelve al poco de pisarlos.
Y esto que me
ocurre a mí, también les pasa a otros, a muchos, diría yo, cuando vuelven a
toparse con los espacios primigenios que les vieron pasar revestidos de
infancia, esa edad a la que el inmenso poeta Rilke calificó como la única
patria del hombre.
La segunda parte
de mi infancia, ya pisando también la raya de la adolescencia, yo la pasé en el
internado de la Sagrada Familia de Sigüenza, la famosísima SAFA.
Y, quizá, por
esto que decía arriba, todos los años, desde hace ya diez, nos reunimos los
viejos compañeros de curso de la SAFA. Y recorremos aquellas calles,
arrastrando nuestro exceso de kilos y nuestra progresiva falta de pelo. Pero,
sobre todo, poniéndonos al día y sacando lustre a todos los kilos de recuerdos
que acumulamos.
Porque no se
puede, ni se debe, vivir de espaldas al pasado, máxime a partir de cierta edad
en que éste es ya el trozo más grande de
la tarta de la vida.
Yo creo que los años más importantes de una
persona son los últimos, donde tú puedes destilar toda tu experiencia y tu sabiduría,
en el caso de que las hayas alcanzado. Pero los años más entrañables, más
íntimos, más nuestros siempre serán los de la infancia.
Quizá, por ello, y yo lo compruebo un día tras
otro con mis padres que andan ya por los 93, nuestra memoria, donde nosotros
grabamos lo que nos acontece, cuando llega
cierta edad, y se le llena el disco duro, prefiere borrar lo más reciente y
conservar, sin embargo, si cabe todavía con más nitidez aún, nuestros primeros
años.
Yo creo que es
porque la infancia viene a resultar como las tablas, como la puerta de
chiqueros por la que salió un día a la plaza el noble toro a comenzar su faena,
y en la que busca cobijo luego, cuando ya está vislumbrando el fin de su
horizonte.
Porque, al igual
que con el tiempo vas atesorando experiencia y sabiduría, también vas
acumulando frustraciones, desgastes y equivocaciones mil que han jalonado
también tu devenir.
Convirtiéndose
entonces la infancia en esa época dorada, donde todavía tú llevabas la ropa
limpia que olía solo a inocencia y a pureza, y donde tú puedes volver otra vez a
buscar estas cualidades, porque un día las tuviste, y quisieras añadirlas a esa visión tan
realista, cuando no pesimista, que el implacable tiempo ha ido pintando en tu
alma.
Un antiguo
filósofo, ahora no me acuerdo cual, decía que el pasado no debe ser un sofá
donde tumbarse y solazarse, sino un trampolín para lanzarnos hacia el futuro y
que seamos más buenos, y más sabios, y más justos en él. Como quizá pensamos
que lo fuimos en la infancia.
Tal vez por eso,
en estos encuentros, donde gestionamos el pasado, nos gusta tanto
intercambiarnos fotos de aquel tiempo,
como estas que recogen momentos de mis quince años en la alameda
seguntina con mis entrañables amigos de entonces.
Escrito para el
blog de : www.franciscorodrigueztejedor.com