El escritor llega a la conclusión de que los españoles tenemos una idea muy escueta de Bulgaria. Cuando comunica a un par de amigos sus intenciones, el primero le suelta: "Paco, recuerda que el búlgaro es solo un idioma, ¿eh?".
Y el escritor se sonríe y recuerda cuando, en tiempos de la Transición, él, que amaba mucho el teatro y también estaba escueto, pero de dinero, iba de aplaudidor contratado a los estrenos y así se veía gratis toda la cartelera, que incluía también un montón de revistas y obras eroticofestivas tan frecuentes en aquella época del "destape". Allí estaba de moda referirse como "el búlgaro" a ese oscuro objeto de deseo, que diría Buñuel, que se esconde al fondo entre las piernas de las chicas.
Lo del segundo fue todavía, si cabe, más escueto y definitivo: "Pues yo no voy allí ni por asomo, la tierra de ese cabronazo de Hristo Stoichkov, que tan malos tragos nos hizo pasar". Sí, los madridistas todavía no hemos olvidado a aquel delantero búlgaro del Barça, que tenía tanta calidad como mala leche.
Tal vez por todo ello, El Corte Inglés aloja al llegar a Sofía a las dos docenas de turistas intrépidos que se han lanzado a esta aventura en uno de los hoteles más lujosos, y también más decadentes, de la capital: el hotel Marinela, más conocido como "el japonés". Tiene un lobby de marear, en el que destacan media docena de esculturas de soldados japoneses, y unas habitaciones con unas camas enormes en donde el escritor, eso sí, duerme más solo que la una, no logrando encontrarse jamás entre sueños, como le gusta, con el cuerpo de su amada esposa que debe estar, acaba suponiendo, por lo menos dos metros más allá, distancia que, como todo el mundo sabe, equivale a varias leguas entre las sábanas. En fin.
Sofía alegra al escritor con uno de los nombres femeninos más bonitos que existen, allí la llaman Sófia, y un apellido que el escritor añora: sabiduría, su significado en griego antiguo. Una sentencia adorna su escudo y conmueve al escritor hasta la médula: "Crece, pero no envejece". Decide, claro es, abrazarse a ella y no soltarse de allí ni por asomo.
Pero, esa misma mañana, los sacan en volandas de Sofía, volverán al final del viaje, y los conducen como a un rebaño de obedientes ovejas a Plodvid, la segunda ciudad del país. Hasta aquí llegaron las huestes romanas y su civilización, cada vez más el escritor se percata de que solo ha habido de veras un verdadero imperio global en la historia: sí, todo se lo debemos a los hermanos Rómulo y Remo, y a la loba Luperca que los amamantó en aquellas colinas. Plodvid exhibe, orgullosa, un teatro, primo sin duda del de Mérida, donde se celebran estrenos teatrales y hasta conciertos de pop y de rock, ¡toma ya! Si Titto Maccio Plauto levantara la cabeza... Y también unas callejas en el casco viejo, entrañables y acogedoras, llenas de hondura y de historia.
Por la noche los llevan a una cena típica del país, amenizada por un cantante altísimo, casi todos los búlgaros que el escritor ha conocido podrían jugar al baloncesto, y unas bailarinas esbeltas y sugerentes también, vestidas según manda el folclore local, que se marcan una especie de jotas de lo más alegres y vistosas, mientras los clientes le damos a la carne y al vino Ludoviko, una especie de Rioja más marchoso que la cabra de la Legión.
No sabe por qué, a los postres, el escritor es la primera elección de una de las danzarinas que se acerca a su mesa y le invita a salir al escenario para formarle en sus bailes. La música está alta así que se aproxima y se lo dice al oído. Él, la verdad, se queda, más que paralizado, mudo. No sabe si ha dicho ya que vino a este viaje bastante acatarrado, últimamente su salud es una eme y, para colmo, durante el almuerzo los comensales de su mesa, con él a la proa, se enzarzan en una encarnizada discusión política casi violenta, ¡y eso que no había catalanes!, de las que son comunes ahora en España, y la misma le ha dejado sin el hilillo de voz que le quedaba, es decir, absolutamente afónico.
Así que intenta disculparse con la bailarina como puede, sin que a ella le llegue palabra alguna. Por lo cual, esta se aproxima más y más, hasta acabar envolviéndole los labios con su oreja. Pero, ni por esas, tras unos segundos de espera, se queda estupefacta y hasta dolida con tan persistente silencio.
Acaba por huir, pasmada, hacia otro viajero, que este, sí, accede gustoso. El escritor le hace una seña a su amigo para que le explique a la bailarina búlgara lo que pasa y luego los ve alejarse charlando hasta el escenario. Desde éste, la guapa moza que, además, se mueve con la alegría y la dulzura de los ángeles, esboza una cautivadora sonrisa hacia el escritor que le resarce de todas sus penalidades. Otra viajera, médico de profesión, que acabará convirtiéndose en una gran amiga, le facilita un antiinflamatorio que, junto al calor de una cama normal en el nuevo hotel, resultan ser los mejores aliados para convertirlo de nuevo en un hombre completo.
Y poder encarar así, con energía e ilusión renovadas, el camino hacia ese mar oscuro y misterioso al que apellidan el Negro.
(Escrito en unas servilletas en el avión de vuelta hace unas horas. Continuará).
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