A veces, se pinta a todo un país de un solo y burdo brochazo: España es el país de los toros o, más modernamente, de las “tres eses” que acompañan a la S de Spain: sand, sun and sex, olvidándose del rico acervo cultural que está más allá del verano y las playas.
Lo de Rumanía es si, cabe, todavía más reduccionista: mira que centrar la imagen del país en uno de sus más perversos compatriotas: Vlad III de Valaquia, más conocido por Vlad el Empalador o Vlad el Drácula, un personaje cruel y sanguinario que empaló a miles de sus súbditos. Ya empalar pone los pelos de punta y si, además, este personaje se eleva a icono literario de la mano del escritor irlandés Bram Stoker, que lo recreó como el vampiro Conde Drácula, apaga y vámonos. Uno llega a Rumanía con la prevención de encontrarse un país oscuro, misterioso y acechante.
Nada más lejos de la realidad, Rumanía es un país que al escritor le recuerda mucho a España: una vieja e histórica nación, romana como la nuestra, con un idioma parecido –es admirable cómo los rumanos aprenden el español en cuatro zancadas– y con una historia reciente similar: España sufrió una dictadura por casi 40 años que terminó en 1975 y Rumanía por otros 40 que terminó en 1989. Y esos catorce años de diferencia son los que explican el retraso con España.
Por ello, lo que se encuentra el escritor es un país esforzado que progresa rápido en el marco de la Unión Europea, pero, todavía con una necesidad de mejores infraestructuras, muy pocas autovías ha visto, y con unos salarios muy bajos que empujan a muchos rumanos a la emigración, siendo España, ojo, uno de los destinos principales, aunque no tenga los salarios más altos de Europa, ni por asomo, pero sí una forma de vida: clima, gastronomía, idioma y familiaridad que al rumano le encantan.
Bucarest a la que los rumanos la llaman la París del Este, quizás de forma un tanto excesiva, aunque sí sorprenda por su monumentalidad, es una ciudad bulliciosa y llena de ambiente. Goza del Parlamento mayor del mundo, con diez mil salas sostenidas por unas columnas altísimas, quizás todo ello para compensar la baja estatura y los pocos escrúpulos democráticos del dictador que lo construyó: Ceausescu.
En Brasov destaca la Iglesia Negra, por el incendio que la destruyó, y unas calles peatonales llenas de terrazas y heladerías, donde el escritor se agencia unos cuantos helados de los que le gustan, y los disfruta junto a una magnífica fuente donde se citan casi todos los jóvenes y viejos de la ciudad.
Del castillo de Bran, más conocido por el castillo de Drácula (palabra que procede de la de dragón), lo que más le gusta al escritor es el paisaje que lo circunda, lleno de bosques bellísimos en un acorde día lluvioso y gris. El interior le decepciona, muy turistizado, lleno de ataúdes, salas de torturas y disfraces que no aportan nada nuevo. Más interesante es el castillo de Perles, Palacio de Invierno de los Reyes, en la llamada “perla de los Cárpatos”: Sinaia, amueblado con nogal macizo y esculturas de mármol blanco. El escritor y sus compañeros de aventura acaban durmiendo en Poiana Brasov, un lugar recóndito y boscoso, rodeado de montañas y lagos donde por la noche aúlla y hasta suele bajar el lobo.
El Lago Rojo y las Gargantas de Vicaz son un paisaje impresionante, unas montañas y unos bosques feroces que estremecen al escritor cuando los cruza. En invierno llegan a 28 grados bajo cero, a él le gustaría estar allí entonces, pero se consuela, qué remedio, recreándolo en su frondosa imaginación. La vida está llena de renunciaciones.
Con la hondura de estas reflexiones en su zurrón, al día siguiente el escritor y su grupo recorren el camino de vuelta hacia Bucarest: por su retina desfilan los paisajes de Bucovina, de Moldavia, de Transilvania (este nombre tan bonito significa “más allá de los bosques”), de Valaquia… Una última copa en el Vanity de Bucarest, en este caso de Aperol Spritz, y se dispone a cumplir rigurosamente las estrictas órdenes de la estupenda y carismática guía que les ha tocado, la maternal Cornelia: a las cinco de la mañana en pie, para coger el avión de vuelta a Madrid que sale a las nueve.
El escritor cierra los ojos en el avión y se deja embargar, una vez más, por la esencia de este viejo país, que está entrando ahora en una nueva juventud. Nunca lo olvidará. Le falta por arreglar todavía algunas cosas, pero tiene unos cimientos sólidos y bellos para edificar un lugar sugerente al que volver. Porque así sea.
FOTOS: En el Palacio de Invierno. En el Parlamento. En Bran con unas compañeras de viaje.En el Puente de las Mentiras. En el Palacio de Invierno. Cerca del Lago Rojo. En el Parlamento.
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