Yo tenía un loro pequeño: un agaporni. Era un pájaro gracioso y cariñoso. Y, sobre
todo, alegre. Que solo hacía que cantar y cantar.
Cuando yo tenía alguna
pena, lo miraba y me sentía indigno de quejarme. Un pájaro tan bello, enjaulado
y, sin embargo, tan alegre, que me daba lecciones de vida un día sí y el otro
también.
Últimamente, estaba algo preocupado con él. Llevaba ya 10 años con nosotros. Y yo acababa
de leer que su vida oscila normalmente entre los 8 y los 12 años. Era pues un
pájaro maduro, si no viejo. Cualquier día me temía que íbamos a encontrárnoslo
enfermo, o algo peor.
Sin embargo el destino se apareció el otro día con otro final.
Yo estaba desayunando cuando, al mirar por la ventana a ver qué
día hacía, de repente, lo vi. Caminando por el suelo de la terraza y mirando a
un sitio y al otro como si estrenara el mundo. Salí rápidamente a ver qué había
pasado y vi su jaula, en el sitio de siempre, con la puerta abierta. Luego, dedujimos que llevaba, al menos, dos
días, sin atreverse a salir desde que nos la dejamos así en un descuido.
Salí y nos miramos. Yo no sabía qué hacer. Cogí la jaula y me
acerqué para ver si quería volver a entrar en su casa de siempre. Me miró. A mí
y a la jaula. Me sentí como si fuera solo pasado. Él tenía un brillo especial
en sus ojos.
Se subió a la barandilla de la terraza. Frente a él el vacío
inmenso. El espacio sin límites para volarlo, para recorrerlo.
Por un momento miró hacia atrás. Hacia su pasado. Su jaula le
esperaba, cómoda, confortable. Siempre llena de comida. Y de agua. Y de cariño.
Pero no fue suficiente. Me miró un momento sin pestañear. Y,
luego, se lanzó al vacío. Llevaba con
nosotros 10 años. Y nunca había volado,
porque había nacido en una jaula.
Lo observé preocupado. Tenía que cruzar toda un ancho jardín para
llegar al otro bloque. Pensé que caería poco a poco hasta el suelo. Pero no fue
así. Su vuelo fue ascendente. Hasta lo alto de la antena de televisión. Allí se
posó, orgulloso de su hazaña. Y me miró de nuevo, en la distancia, con mi jaula
en la mano. Y se puso a cantar, más fuerte que nunca. Tal vez para que yo lo
oyera.
Un tanto avergonzado bajé la jaula y la dejé en el suelo. Luego
voló de nuevo más allá. Hacia un nuevo horizonte.
Le dejé su jaula en su sitio de siempre. Y le puse la comida que
sabía que le gustaba más. Y la puerta abierta.
Por si la necesidad le acuciaba.
Varios días después noté que alguien había entrado en la jaula y
había picoteado de la comida. Nunca
sabré si fue él. Si en algún momento nos echó de menos.
Luego, el silencio.
Cuando paseo por el barrio y oigo algunos pájaros que cantan como
él levantó la cabeza y miro entre los árboles.
Pero no sé si me ve.
Solo quiero que esté bien.
Y que disfrute de la libertad inmensa que ahora tiene. Y que nos eche, si es posible, un poco de
menos.
A nosotros que seguimos enjaulados. Y que lo quisimos tanto.
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