sábado, 9 de enero de 2021

EL ESCRITOR EN SU IGLÚ

 


    Esta mañana me he levantado y había más de un metro de nieve en la terraza. Es lo que tienen los áticos, siempre lo han tenido: sobre tu cabeza, el cielo. Y nada más. Así que la nieve cae y se acumula a placer.







    Por lo cual, los hombres de la casa no hemos cogido pico y pala, porque no tenemos, pero sí nos hemos arreglado, de forma casera, para intentar despejar mínimamente algunos rincones. 

    Y luego lo hemos celebrado con Wilson,  al que le gusta el vino casi tanto como a nosotros.




    Así que, una vez pasado el nerviosismo de vernos semicubiertos, como si nuestra casa fuera un iglú, hemos disfrutado como niños, aunque algunos ya no lo seamos.


    Y yo, que no puedo quedarme quieto, ya me he puesto con mi próximo libro: "El cielo está tan alto". Nunca mejor dicho. Creo que voy a disfrutar, y a sufrir,  mucho con esta novela. Continuación de "El día que fuimos dioses", una novela tan amada y controvertida a partes iguales para muchísima gente.Ya tengo unos cuantos capítulos escritos. 





    Pero, hoy, escribo en él, esperando que la lluvia, tan propia de este libro, derrita los cientos de kilos de nieve que nos rodean. Aquí va el primer capítulo:


    EL CIELO ESTÁ TAN ALTO

I

Hoy llueve en Madrid. Pero también llueve en Johannesburgo, en Helsinki, en Estambul, en Santiago de Chile,  en Seúl… Llueve como si el agua quisiera horadar la tierra.  Perforarla. Violarla. Llegar a sus íntimas entrañas en contra de su voluntad.  Llueve con la fuerza de las altas nubes, de su forzada incontinencia que dura semanas. Semanas que parecen años, a lo mejor son toda una vida.  Llueve con la fuerza de las mareas, de los secretos imanes de la gravedad, de las oscuras fuerzas electromagnéticas que gobiernan la vida de las hormigas que se arrastran como pueden a ras de suelo, sin poderse elevar. Sin poder volar. 
Llueve con ganas, con ansias de lavarlo todo, de limpiarlo todo. A lo mejor  solo son deseos de borrar el dolor sobre la faz de la tierra.  Como si eso fuera fácil, como si eso fuera posible. Llueve, seguramente, solo porque le da la gana. Como antes de que apareciera el viento, como antes de que pusieran nombre a los monzones, o como después de la aparición del siroco o de la tramontana o de los bufidos que lamen las nieves de los himalayas, es decir,  llueve como siempre, como toda la vida.  Como ocurren los terremotos, que nacen de los monstruos que anidan en el interior de la Tierra,  o como triunfa el óxido que acaba con los metales, que se van  herrumbrando sin que puedan evitarlo. Solo el oro se libra. Ah, el oro. Que brilla con el amarillo, con la luz, que no se mancha jamás. 
Llueve sobre el amor, que dicen que es igual que el oro. El amor es indomable . El amor se presenta enhiesto, a pecho descubierto. Sin paraguas alguno. Allá él. Llueve sobre el amor, igual que llueve sobre el odio, sobre la indiferencia. Sobre las ganas de mantenerse uno en pie.  La naturaleza hace lo que quiere. Gobierna el mundo como le da la real gana. Y a las hormigas solo les queda que aguantar. Que bailar al ritmo que les tocan.
  Llueve sobre todo lo que está debajo de las nubes, llueve sobre todo lo que un hombre puede divisar, es decir, entender. Pero un hombre enamorado no necesita entender,  ni saber qué hay más allá de su horizonte,  es decir, de su amada.  Un hombre enamorado hace frente a la lluvia, a la herrumbre, y a la madre que parió a todos los monstruos que se revuelven en las entrañas de la tierra y del cielo y se oponen a su vocación de amor, a su destino. 
             Eso piensa él.
             Pues allá él, pobre hormiga, parece discurrir la lluvia inmisericorde. En realidad llueve a propósito sobre las hormigas.  Llueve con ganas de empaparlo todo, de ablandarlo todo, de  derribarlo todo, mejor sería decir de ahogarlo todo, cualquier atisbo de algo que palpite,  que exhale un hálito de vida. Porque la vida se tiene que ir calando, se  tiene que ir empapando de su destino, es decir de su muerte. Así que llueve sin perdón, sin comienzo ni final. Llueve sin corazón y llueve también sin esperanza. Excepto para el hombre que ama y mira desafiante a través de los cristales. Porque el amor es el gran aliado de la vida, el único baluarte ante la muerte.  Por eso llueve contra él y contra los que en él creen.
Dicen que hoy empieza la estación de las lluvias  en Singapur, en Hongkong, en Banckock. En todos esos sitios ha vivido antes el hombre enamorado. A lo mejor por eso conoce tan bien a la lluvia. También llueve hoy a conciencia sobre estas urbes. Y sobre otros millares más en esas latitudes. Nadie puede evitar que empiece la estación de las lluvias donde toca.  Pero hoy llueve en Madrid. Que a lo mejor no toca.  Seguramente que a la lluvia le da exactamente igual.  Hoy tiene ganas de llover una riada entera de dolor. Tiene ganas de golpear, de herir donde duele, con insistencia,  con monotonía, sin  descanso, es decir, sin consuelo. Llueve sobre esos discretos cristales que unen los contornos de esa ventana, también discreta, tras la que se encierra la vida de ese hombre enamorado.  Quiere decirse ilusionado, esperanzado. A lo mejor solo es un monstruo arrepentido que ha causado antes tantos terremotos como el  engendro que habita en el interior de las entrañas de la tierra y provoca con sus sacudidas tanta destrucción y tanto dolor.
- Tengo cuarenta y seis años. Y por fin puedo vivir con mi amada, con mi amor de toda la vida. Lo que pasa es que ella no lo sabe.  Y por eso llora cuando ve llover contra la ventana. ¡Maldita sea la  lluvia que la hace sufrir! ¡Maldita sea la lluvia que no nos deja vivir! – exclama el hombre, mesándose los cabellos, golpeándose el pecho, por no dar puñetazos contra los cristales y romperlo todo, mientras la lluvia llueve y llueve con sus interminables cántaros de lágrimas.