El automóvil corta el viento y separa el mundo en dos mitades: la tuya y la mía. O quizá, es sólo la cremallera que engarza nuestras dos realidades para siempre. Aunque nunca es para siempre, ¿verdad? Pero quién sabe.
Miro tu perfil mientras conduces. Tus manos firmes al volante, controlando nuestro destino. Las mismas que anoche se colgaban de mi cuello como alegres enredaderas. Tu pelo descansa tranquilo sobre tus hombros en ese elegante bucle. Yo sé que en la oscuridad es sólo un nido de susurros, un bosque cálido donde se pierde mi aliento.
Y las nubes pasan, sí, son como un palio alto y hermoso, bajo cuya bóveda inocente nosotros paseamos nuestro amor. Hay un oleaje verde y dorado que acuna las orillas. Y, cuando cruzamos el río por el puente, un destello luminoso nos hace ese guiño que señala a los elegidos del momento, a los que pasan por allí. Y, sobre todo, a los que son capaces de verlo.
De repente suena en la radio una canción antiquísima que, curiosamente, habla sólo de hoy. Con esos acordes cadenciosos que se sobreponen al ruido del motor y que hacen que tú te gires y me dediques esa sonrisa, única en el mundo, «El día que me quieras…»
Alguien dijo que el mayor premio de los viajes, de los buenos viajes, es la satisfacción del retorno a casa.
Y así es, descansado y con la mente dispuesta a nuevos proyectos. ¡Vamos a ello!