Al escritor que hay en mí le gusta mirar el cielo. Por supuesto cuando empieza su día. Siempre trata de encontrar un rayo de luz motivante en él. Inclusive en días nublados como hoy.
Y, luego, baja sus ojos a ras de tierra y, a menudo, ese rayo de luz alumbra alguna cosa motivante, interesante.
Hoy se encuentra con una reseña sencilla, pero hermosa, de su novela "Regreso al Sauce Curvo". Un lector anónimo para él, en este caso una lectora, dice en Amazon:
"PRECIOSA NOVELA
Preciosa novela, llena de ternura y recuerdos de nuestra generación.
Una historia que engancha a seguir leyendo, me ha gustado mucho"
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Pues, gracias, María, se dice, por formar parte de esos primeros rayos luminosos del día de hoy. Un día nublado, como ha dicho.
Y, entonces, recuerda de cuando escribió de las raíces, aquellas que le inculcaron el hábito de mirar el cielo.
Cuando éramos pequeños nos tumbábamos en la hierba, o en la plaza, y mirábamos el cielo. Cómo pasaban las nubes o, en el atardecer, volaban, llenos de vivacidad, los vencejos. Y, entonces, nosotros cerrábamos los ojos y, luego, después de un rato, los abríamos a ver cuánto había cambiado el mundo. Dónde estaba aquella nube regordeta, que era como una vaca con unas tetas enormes, o si el sol había doblado ya la esquina del campanario y quedaba, en aquel instante, partido en dos, sacando aquellos brillos misteriosos e incandescentes de la campana. Y del reloj de la torre.
Aunque no lo sabíamos entonces, debía ser ya el destino, incierto, caprichoso, imprevisible., que nos sobrevolaba a todos nosotros, diminutas hormigas indefensas y confiadas. mirando al cielo. Destino, muchas veces alegre, juguetón, risueño. O, a veces, doloroso. Como aquel día..
Se acercó tu primo pequeño. “Terele – como así te llamábamos - vete a casa, tu madre está muy mal”. Y nosotros te observamos un momento cómo te levantabas. Y, luego, continuamos soñando con las nubes de algodón y misterio. Y con los vencejos, esos bullebulle alados que eran tan veloces como nuestra imaginación de entonces.
Y, luego, todo pasó tan deprisa. Aquel sonido de campanas: ding, dong, con una pausa grande, llena de suspiros, de lutos, de muerte y de lágrimas.
Tardaste en venir con nosotros. A tumbarte y ver el cielo. Tal vez era ya otra estación. Te pusiste a mi lado. Y me di cuenta que no cerraste nunca los ojos. Torpemente te pregunté: ¿Es que ya no confías en el cielo? Me miraste como una chica mayor, como si estuvieras mucho más lejos. Ojalá me hubieras dicho que no. Que ya no confiabas.
Te fuiste como quien se aburre de un juego infantil y caduco. Y quién sabe por qué, poco a poco, todos dejamos de jugar a aquel juego. Yo fui el último. De hecho todavía lo hago. Y no es porque me hayan dado menos palos que al resto.
Simplemente me gusta mirar el cielo. Como otros juegan a las cartas o miran la televisión. Mientras, la vida también pasa. Yo la veo mirando las nubes, o a los hijos de los hijos de los hijos de aquellos vencejos, que siguen volando tan rápido como entonces, tan lejos como mi imaginación pueda llegar.
DE MI LIBRO: "MIL PALABRAS PARA EL OPTIMISMO"
Foto: En esa maravilla que es El valle de Agrigento.