TE QUEDAS CONMIGO
Cuando
te fuiste me dijeron los familiares y amigos: “Ahora tendrás que aprender a
vivir sin él”. Pero ha pasado ya el tiempo suficiente para saber que no será
así, porque te quedarás siempre conmigo.
Me diste tu nombre y un millón de cosas más que fui descubriendo con el
tiempo, inclusive sigo haciéndolo todavía ahora, quiero decir ahora inclusive
más.
En
mi libro “Memorias del Sauce Curvo” sabes que escribí que los primeros años de
nuestra vida generalmente están iluminados por el resplandor de la madre, pero
que cuando la figura del padre emerge, se destapa por fin, te das cuenta de que
su influencia será igual de significativa y tremendamente especial si eres también hombre. En dicho libro, aunque es una novela de ficción,
cuento muchas anécdotas verdaderas que tuvimos juntos, como aquella en que me
salvaste la vida cuando nuestro carro volcó en los verdes campos del Unquer.
Muy
pronto descubrimos juntos que yo sentía, me emocionaba, mayormente como mamá,
pero que mi cabeza, mi manera de pensar, eran terreno tuyo. Y a eso te
dedicaste con ahínco y perseverancia. Durante toda tu vida, sin cejar ni un
solo día en tal empeño.
Me
enseñaste a leer textos varios años antes que en la escuela y, sobre todo,
números interminables de trillones y trillones. A tocar la guitarra, aunque nunca se me diera
bien, que tú sabías de oído como músico de ronda del pueblo que eras y a jugar
a las cartas en las tardes lluviosas de invierno. A ser un buen hortelano y a
cuidar la tierra, a disfrutar del buen comer y del buen vino pero, también, a
dejar de fumar si te lo propones y, sobre todo, a amar los libros, de los que
tú te leías en tu última época más de cuarenta al año, principalmente de la Guerra Civil. Y, por supuesto, todos los míos y varias
veces, porque has sido sin ninguna duda mi mejor lector. Un lector elogioso y
animoso pero, también, exigente y crítico.
Me
disteis una gran formación en momentos dificilísimos para vosotros, y te preocupaste de encaminar mis primeros pasos
laborales. Puedo decir que lo más importante que sé de los negocios lo aprendí,
no en la universidad, sino contigo, cuando tú cerrabas las compraventas o los
alquileres inmobiliarios que te agenciabas, y yo, un joven estudiante entonces, me encargaba
de redactar los contratos. “Pero, papá, yo no domino esto, solo corto y pego de
aquí y de allá.” “No te preocupes, hijo, lo más importante es la cara de la
persona y este no nos va a fallar”, decías. Y así era.
Hemos
tenido millones de conversaciones durante todos estos años, y hemos dado miles
de paseos en Madrid o en El Sauce Curvo,
y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que no me he tomado con nadie
tantos vinos y cervezas como contigo, en los innumerables bares y cafeterías en
los que quedábamos para hablar de tu vida, de la mía y de esta en general, y a
las que tú acudías con tu inseparable periódico “El Mundo” bajo el brazo para
llevar ventaja e intentar ganar todas las batallas dialécticas. Porque los
hijos, ya lo sabes, crecemos más rebelándonos contra nuestros padres que acatando
sus consejos. Y nosotros discutíamos tanto como nos queríamos, es decir,
muchísimo. Pero siempre nos fuimos leales el uno al otro, empezando por la
misma mujer que ambos amábamos. ¡Qué hubiera sido de mí, sin ti!
Tomamos
el último vino el día anterior a tu breve y postrera estancia en el hospital y
me demostraste que es posible esperar la
muerte sentado tranquilamente a la puerta de tu casa, como se espera al autobús
que llega puntual a su cita. En tu caso pasados ya los noventa y cuatro años.
Una vida completa.
Siempre
fuiste para mí, y sigues siéndolo, una roca gigantesca, un cimiento lleno de
amor propio, de resistencia, de fortaleza y de ambición para tu familia,
curtido en una época dificilísima y llena de escasez.
Y sé, además, lo más principal de todo: que
yo he sido, y soy, (como mi hermana, por otra parte, lo es en hija), el hombre más importante de tu vida... ¿Por qué entonces voy a vivir a partir de ahora sin
ti?
Si ahora además es inclusive más fácil todavía,
porque ya no tengo que coger el teléfono para llamarte, ni tú ponerte los
audífonos para entenderme.
Ni siquiera, ya lo ves, tengo que ir a tu
casa, o tú a la mía, o a una cafetería, para estar un rato juntos.
Y
hablar de nuestras cosas y del mundo. Como hemos hecho siempre.
Porque
tú nunca me has abandonado, digan lo que digan. Y yo sé, además, que siempre te quedarás conmigo.
¡SIEMPRE EN MI MEMORIA!