Era de los que nunca decía una palabra más alta que otra. Apretando las tuercas en la cadena de montaje, día tras día, año tras año.
Luego, en casa, recogía la cocina y hacía la colada.
Por la noche ella se acercaba: «Ven aquí, tigretón».
Y entonces a él se le iluminaba su alma de fiera.
No quería conocer otros ríos: el río Amarillo, el Nilo, el Amazonas. Le importaba más recorrer a fondo el recodo del riachuelo de su pueblo cuando pasaba por la chopera.
Y todos los mares: el de los Sargazos, los mares del Sur, el mar de Mármara, el mar Negro, cabían en la laguna del Valle de las Maderas.
No quería abarcar los cuatro puntos cardinales, sino apretar aquello que entraba en su intimidad, disfrutar de las distancias cortas, acercarse a su núcleo.
Cuando lo veía a él, incluso medio dormido ante el televisor, se le abría un abanico de posibilidades. Cavar hacia dentro no tenía límites. Aunque otra gente se aburriera y cambiara de parcela sin ni siquiera arañar la tierra.
Era una mujer de las de antes. De un solo hombre. Era capaz de encontrar agua hasta en el desierto del Kalahari.
Y él había aprendido a respetarla. Porque no había otra igual en el mundo. Que lo quisiera tanto y que fuera más inteligente que ninguna.
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