jueves, 30 de junio de 2022

NOSOTROS TAMBIÉN QUISIMOS SER REVOLUCIONARIOS

 





Yo creo que todos, o casi todos, los jóvenes, desde que el mundo es mundo, han pasado por una etapa de rebeldía. Al fin y al cabo vienen a un mundo creado y administrado por otros, aunque les digan que es en su beneficio.  Y, cuando ya son conscientes de sus fuerzas y derechos, léase en torno a los dieciocho años, tienen ansias por derribarlo todo. ¿Para hacer un mundo mejor? Desde luego, pero, sobre todo, un mundo donde no sean ajenos, sino protagonistas. Es la fuerza de la renovación generacional y del progreso. La vida es una carrera de relevos como las competiciones atléticas del mismo nombre, y lo que quiere un joven es que el adulto deje de liderar la marcha y le pase el testigo a él. Como eso no ocurre tan pronto como ellos quisieran, viene la época de la rebeldía, de querer destruirlo todo. En ese empeño, entre otras cosas, ejercitarán los músculos y las pericias que les servirán para cuando, de verdad, les cedan el paso y tengan que construir su propio mundo y hacer realidad sus sueños.

A nosotros también nos llegó nuestra hora. Además, en unas circunstancias que yo calificaría de excepcionales. Franco agonizaba y había también una efervescencia general por cerrar ya, cuanto antes mejor, una etapa y empezar otra, que poco menos que inauguraría el mundo: un paraíso de libertad, igualdad y fraternidad, el viejo lema de los revolucionarios franceses.

Un día de aquellos ocurrió el famoso atentado de la calle del Correo, justo al lado de la Puerta del Sol y de la mismísima Dirección General de la Seguridad, que luego, mucho más tarde, sería sede de la Comunidad de Madrid. Así que, al día siguiente, a la hora del desayuno, los cuatro miembros de aquella pandilla tan heterodoxa que formábamos los únicos chicos del femenino departamento de la "Payment Order",  acordamos echar un vistazo por allí, al fin y al cabo nos quedaba a un centenar y medio de pasos desde la sede del Banco Trasatlántico de Ahorro, que tenía, y digo tenía, porque dejó de existir hace muchos años, fagocitado en una de las innumerables fusiones que vinieron luego, su sede en uno de los primeros números de la calle de Alcalá.

Sí, aquella pandilla de jóvenes empleados de banca la formábamos cuatro tipos cuyo único pegamento era, precisamente, ser los únicos chicos en un departamento donde las chicas, jóvenes todavía pero todas mayores que nosotros, eran mayoría. Estaban lideradas por la jefa Esperanza  que era alta como una jirafa y fuerte como una jefa de regimiento o como una mamma de las películas italianas de la época. El jefe del departamento, el señor Bermúdez, al que tratábamos de usted, era un hombre de pocas palabras, aunque de buen fondo, allí todo lo resolvían las chicas, salvo cuando el tema se iba de madre que intervenía Bermúdez, no sin antes ponerse rojo como un tomate.

Para sacudirnos aquella tiranía femenina nos uníamos entre nosotros como lapas. Jacinto era el mayor del grupo, debía tener unos veintitrés, y era más de derechas que el escudo de la falange, aquel día precisamente estaba que echaba humo despotricando porque no entendía que no estuvieran ya los tanques en las calles. El siguiente en edad, unos veinte, era Rolando, al que sus padres, unos comunistas históricos, le habían puesto este nombre que significa "nacido de la tierra". Rolando era de la ORT, un sindicato más rojo que las amapolas y aquel día era objeto de nuestras bromas y chanzas,  la cafetería que habían volado los etarras en la calle del Correo se llamaba precisamente Rolando.  Luego estaba Santi que tenía unos diecinueve y, a pesar de que era solo levemente gordito y de mediana estatura, en todo lo demás era clavado al mismísimo Sancho Panza, es decir, un tipo con los pies en el suelo, sentido común y tratando de llevarse siempre algo para la andorga. Y por fin yo, que era el benjamín del grupo, al borde de los dieciocho, que no sabría muy bien cómo definirme en aquella época. Quizás solo un chico de pueblo que acababa de llegar a Madrid, muy curioso y cauto. En mi casa,  a mi madre solo le preocupaba la micropolítica familiar, es decir su marido y sus hijos y mi padre a lo único que tenía aversión era a otra guerra civil.

–Germán, lo único que le pido a Dios es que, cuando muera Franco, porque está claro que se va a morir en su cama, estos de las izquierdas tienen menos fuerza que el pelo de un calvo, no volvamos a las andadas. Le peor que hay es una guerra civil, hijo. ¡Te lo digo yo que la sufrí de niño!

Sí, gracias a muchas personas como mi padre, se haría posteriormente la Transición. Todos estaban dispuestos a ceder en algo, con tal de no llegar nunca al horror de lo que habían conocido en la Guerra. 

Así que salimos a la calle, pero apenas nos pudimos acercar.... (CONTINUARÁ)

CAPÍTULO PARA LA NOVELA: "LEJOS DEL SAUCE CURVO"