jueves, 14 de julio de 2022

AQUELLOS INTERNADOS

 


Ando en preparación de tres o cuatro capítulos, al menos, para mi novela "Lejos del Sauce Curvo", que tendrán que vivirse en los internados. Concretamente en uno de Sigüenza, donde estudió el niño Germán, al que yo llamaré "Colegio del Sagrado Corazón de Jesús".

Los internados en la década de los años cincuenta, sesenta y aun setenta, cumplieron una función esencial en lo que hoy llamamos la España vaciada, entonces España rural. Dado que en las escuelas de los pueblos solamente se facilitaba la Educación Primaria, la única vía que teníamos los niños de estas localidades para cursar el Bachillerato y luego acceder a la Universidad era a través de los internados.

Los internados eran un submundo aparte dentro del mundo. Generalmente sus altos muros trataban de proteger de los impactos exteriores a aquellas gavillas de niños de diez años en adelante, arrancados prematuramente de los brazos paternos, con el fin de que recibieran una educación académica y de vida que les permitiera en el futuro divisar otras cotas que estaban más allá de las lindes de su terruño.

El problema era que estábamos protegidos, sí, pero, sobre todo,  encerrados dentro de aquel hábitat tan pequeño y tan particular. Así que cuando salíamos de allí estábamos inermes ante el mundo real que nos esperaba fuera de aquellos muros. Yo recuerdo que,  a veces, en las vacaciones, estaba deseando volver al internado para simplificar todos los problemas que se me venían encima en la calle. 

Otro aspecto fundamental era el alejamiento total de los padres a unas edades tan tempranas. Sobrevivir en la masa, sin ningún referente de apoyo, criaba en nosotros un espíritu de resistencia y resilencia sin límites. Sin nadie a quien quejarte, el teléfono prácticamente no existía, y las cartas a nuestros padres las teníamos que entregar abiertas en el buzón del colegio, nuestra lucha existencial era la mera supervivencia.  Éramos niños metidos en nuestra concha, a la que tratábamos de dotar de púas disuasorias como los erizos. Nos costaría años abrir nuestra intimidad a extraños cuando nos hiciéramos adultos, y más si intuíamos algún peligro.

Por contra, éramos trabajadores y disciplinados a más no poder. Y deportistas. Descubrimos muy pronto que, como en las universidades americanas, allí los únicos que triunfaban y recibían el reconocimiento del colegio eran los estudiantes excepcionales y los deportistas excelsos.

Yo, un niño mucho más dotado mental que físicamente, aunque también era alto y fuerte el deporte nunca me movió lo más mínimo, me aplicaba en los estudios como nadie. Sobre todo, porque el internado era un colegio privado que costaba su dinero y mis padres, sin la beca que me daba el Ministerio, me hubieran tenido que sacar de allí ipso facto si me la quitaban.  

Me apliqué tanto que fui el número uno de mi clase, cuarenta y cinco alumnos, durante los seis años que estuve  en la SAFA y casi todos los años también el número uno de las tres clases que había por curso, unos ciento treinta alumnos en total. Era muy conocido por ello y muy querido por muchos profesores. 

Veo algunas fotos de entonces y me descubro una expresión feliz, quizás inocentemente feliz.  No es que no tuviera problemas, que los tuve, tirrias de compañeros, acosos infantiles más o menos llevaderos, cambios dolorosos de amigos, etc., pero creo que, en general, fue una infancia tranquila y bonita. Los problemas vinieron luego, cuando salí de aquel submundo tan protegido donde yo dominaba los códigos para moverme sin problemas en él y tuve que enfrentarme con el mundo real, donde aquellos códigos que yo manejaba ya no servían. Quizás eso es también la adolescencia, pasar del mundo de los reyes magos a las verdades del barquero. Un doloroso tránsito.

Me apetece mucho escribir de esta época. Afortunadamente conservo muchos amigos de entonces, inclusive nos vemos todos dos veces al año, una en Madrid y otra en Sigüenza a las que intento ir, no siempre lo consigo, claro, y podré intercambiar experiencias con ellos.

Ahora me voy de vacaciones a Altea, con "El donante", al 90% ya. Los dos coautores aprovecharemos para leer tranquilamente el borrador  e ir puliéndolo. Pero ya me empieza a atraer aquel mundo de los sesenta, una de las mayores ventajas de esta edad que ya vamos teniendo es poder disfrutar de la memoria, Ah, la memoria, fuente de vida, como dijo alguien. De poder vivir lo que nos apetezca, digo yo, a través de ella, cuantas veces queramos de nuevo. A estas alturas no se puede pedir más.



Unos doce años, calculo, con uno de mis amigos de entonces, Luisvi, que llegaría a ser catedrático de química de la Universidad Complutense.



Muy sonriente, en "El Oasis", la ciudad deportiva del colegio, a un kilómetro de Sigüenza. Al fondo puede verse el castillo, muy derruido, donde a veces íbamos nosotros a jugar, y que luego se reformaría para convertirlo en uno de los Paradores Nacionales más bonitos de España. Invierno del año 71, catorce años.