jueves, 6 de octubre de 2022

ARREPENTIMIENTOS I

 


La tercera edad tiene algo, si no mucho, de conclusión, de resumen y balance. A él le duele echar los números de lo que ya no tendrá remedio. 

En algunos casos,  las personas a las que hirió, que menospreció, que olvidó o que no correspondió como se merecían ya no están entre nosotros, en el mundo de los vivos. Podía haber hecho con ellos las cosas mejor, ser más inteligente, más generoso, menos torpe, estar más a su lado, más a su altura, empatizar mucho más con ellos. Ya no será posible. Le duele que quede ese balance descuadrado para siempre. Le produce dolor, pena, tristeza. 

Sabe que la vida supone tomar unos caminos y dejar otros. Hoy no quiere adornarse con sus aciertos sino mostrar el reverso del tapiz que luce en su salón. Lleno de pespuntes torcidos, de hebras rotas, de cicatrices.

Quiere hermanarse con quien sufrió por él, con quien invirtió su tiempo, su dedicación y su confianza en él. Y él no estuvo a la altura.  Sabe que la suya es una solidaridad tardía, ineficaz, pero sanadora. O eso cree. Eso quiere creer.

Es muy difícil competir con el amor de tus padres, de tus abuelos, piensa él, lúcido. Siempre los tuvo cerca, cuidándolo, protegiéndolo, haciéndolo crecer. Mientras él solo miraba hacia adelante. Hacia su meta. Y ellos se iban agostando, quedándose atrás, aunque orgullosos de contemplar en la distancia su estrella fulgurante que alcanzaba terrenos inimaginados por ellos nunca.

Ahora a él le gustaría haberlos correspondido más, haberlos cuidado mejor, haberlos mimado como se merecían. Ahora se da cuenta de lo valiosos que eran. De todo lo que les debe. Solo un pequeño porcentaje de su valía es realmente suyo. El resto es la inversión que ellos hicieron en él. Tal vez no fue un mal hijo, un mal nieto, pero podía haberlo sido mucho mejor. Los hijos crecemos discutiendo con y oponiéndonos a nuestros padres. La vida se empareja con quien lleva el presente en sus ojos. Y olvida  a quien ya cría solo hondas arrugas en su piel. Para corregir esa injusticia está el cariño de los hijos en los momentos finales de sus padres. Pero no siempre sabe uno verlo. No siempre la vida te deja apartarte de ella, cuando vives tus momentos de plenitud, para ocuparte adecuadamente de aquellos a los que esa misma vida está abandonando.

Sí, a lo hecho, pecho. Cada uno lleva consigo el gozo y el dolor que él ha administrado. Pero él no se arredra fácilmente. No quiere que el dolor inútil le carcoma, en demasía.

Y se plantea un doble reto:

–Ayudará a sus hijos, tanto o más que a él le ayudaron.

– Y llevará con igual valentía, con igual resignación que sus padres, cuando la vida le empuje a un lado, a la cuneta, y solo se centre ya en el futuro de aquellos que le sucederán.

Cuando ni siquiera eso le apacigua, se cuelga de esa esperanza, de esa bonita ilusión que es que la vida no termina aquí. Y que en unos años podrá abrazar a sus seres queridos que se adelantaron en la carrera de la vida, mirarse a los ojos de nuevo y estar juntos. Solo eso. Porque entre padres e hijos no es necesario ni el perdón, ni el arrepentimiento.

 Sí, en eso piensa cuando cierra los ojos por la noche y desea que un campo florido ocupe todos los rincones de su mente.