jueves, 27 de octubre de 2022

LAS SUECAS (I)

 

(PARA LEJOS DEL SAUCE CURVO)

Un día de aquellos de verano, de uno de mis últimos veranos con vacaciones, nos habíamos ido a Los Olmos a vaguear y a tumbarnos a la sombra sobre la hierba, a fumar, a beber cubatas de la cantimplora de Agus y, sobre todo, a hablar de chicas. Se aproximaban las fiestas de los pueblos vecinos: Canales del Ducado, Canredondo, Abánades, Esplegares  y, por supuesto, la súperfiesta de San Bartolomé. Estábamos Bertín, Ricardo, Agus, Javier y yo, intentando afinar la puntería en nuestros planes, mientras hacíamos un repaso de todas las candidatas a protagonizarlos.

Pasó por allí un mozo ya de veintitantos, que acababa de venir de la mili, un chaval apuesto y guapo, aunque con un nombre que empujaba a la chirigota: Agapito. "Sí, ríete tú del Agapito, que tiene un ídem que no se lo merca un negraco", había oído yo de él.

 El caso es que Agapito se detuvo un momento en el camino frente a la arboleda, seguro que él también se había pasado sus ratos allí haciendo más o menos lo mismo que nosotros. Había venido hacía no mucho de la mili como dije, de Canarias concretamente, muy cambiado por lo que decían, y las chicas casaderas se lo rifaban.

-¿Qué, dándole al coco con las tías? –nos soltó a modo de saludo.

Nos quedamos un poco descolocados por lo certero de su apreciación.

Tomó la palabra Bertín:

–¿De qué va a ser si no? Como tú, ¿no te digo?

Agapito, condescendiente como un profesor de primaria, cruzó el camino y se sentó con nosotros.

–¡Dame un trago, anda! –dijo señalando a Agus.

Luego, sin pedir permiso, sacó un Fortuna del paquete de Bertín, lo encendió con mi mechero que estaba sobre la hierba y, después de exhalar la  primera calada, dijo con un aire soñador, mientras miraba a las nubes.

–¡Lo importante en las tías es saber clasificarlas! –destiló por fin lentamente, como si fuera la fórmula resultante de una alquimia mágica.

–¿Clasificarlas? –ganó tiempo Agus, luego se le ocurrió aquello típico entre los chicos–. Ah, claro, las que están buenas y los fetos.

Agapito sonrió esperando alguna respuesta más ocurrente por nuestra parte. A mí me interesaba poco aquello de clasificar a la chicas, yo ya había encontrado en Rosa María la respuesta a todas mis preguntas, así que permanecí en silencio. Los demás también lo hicieron, más que nada para que Agapito aclarara cuanto antes su solución mágica ante aquel laberinto irresoluble que sentían con el tema.

–Si tenéis esto claro no se os embotará la cabeza jamás. Tenéis que clasificar a todas las tías en solo dos grupos, ¡solo dos!, que son: aquellas de las que os podríais enamorar y aquellas otras de las que podríais coger experiencia.

Nos quedamos un poco chocados. Nos miramos unos a otros un tanto decepcionados.

A mí me surgió una duda. A veces me daba por pensar que a Rosa María yo no le gustaba tanto como ella a mí. Y eso es lo que le dije.

–¿Y si tú te enamoras de una y ella de ti no, qué pasa?

–Una buena pregunta, Germán, pero que tiene una respuesta clara y sencilla, ¿y cuál es?, ¡pues la pasas al otro grupo!

Me quedé boquiabierto. Yo no haría eso jamás. Pensarlo me producía una gran tristeza. El tal Agapito nunca debía haber sentido lo que yo vivía en mi interior en aquellos momentos.

Agapito me miró con cierta ternura. Y soltó una frase un tanto enigmática para mí entonces.

–Al principio hay que pasar la mona –y se dio un nuevo trago con la cantimplora–. Luego, todo se olvida.

Pero a Bertín no se le olvidaba aquello que le zahería la cabeza, y un poco más abajo de ella sobre todo, aquello del enamoramiento le importaba más bien poco, él andaba en una fase de conquista total al sexo opuesto.

–Agapito, eso está muy bien. Pero la experiencia, ¿cómo se coge?

Agapito fumó otra calada del Fortuna de Bertín y, tras expirarla, entornó los ojos de nuevo y dijo con firmeza:

–Donde estén las suecas, que se quiten todas las demás. Esas te ponen al día sin que tú tengas que hacer absolutamente nada. ¡Os lo digo yo! Yo me doctoré haciendo la mili en Canarias. Y, ahora, ya veis, impartiendo clases en Sace. ¡Y en los alrededores!

Aquel año llevaron el agua corriente a Sacecorbo, me acuerdo muy bien, el progreso llegaba también a  aquellos pueblos perdidos. Eso de lavarse por trozos en un balde, o en los Navajos de la Vega con las ranas se acababa. Otro día escribiré de ello. Hoy tengo que hacerlo de las suecas, una fuente del progreso sexual para toda aquella generación de entonces. Era el inicio del boom del turismo y las suecas debían estar hartitas de los rubios de su país y se encaprichaban de los morenos primitivos hispánicos.

Agapito nos había recomendado al final:

–Vosotros que vivís en Madrid y tenéis posibles no esperéis a la mili, daos un garbeo por la costa y os acordaréis de mí. ¡Os lo juro, chavales! ¡Las suecas son lo mejor que hay!

Sí, hoy me he acordado de las suecas porque me ha llamado Dani y me ha preguntado que qué tal estoy. Todo el mundo me pregunta que qué tal estoy. Como si fuera un bicho raro. A mí ellos también me parecen muy raros y no les pregunto nada. Le he dicho que bien, claro. Y también que si se acordaba de las suecas. Pero Dani se ha salido por la tangente, yo creo que no se acordaba o no quería hablar de ello.

Pero yo sí que me acuerdo, ¡y muy bien!, de aquel otro día que me llamó unos años más tarde de cuando hablamos con Agapito en la arboleda de Los Olmos. Aunque él no estaba allí. A lo mejor por eso no se acuerda.

–Oye, Germán. Mira, me acaba de llamar Chema, un amigo mío que está haciendo la mili en Palma. Me dice que se está poniendo morado con las guiris, ¿qué te parece si nos dejamos caer por allí?

Después de lo de Ibiza era imposible decir que no.