Cuando
llegamos a las estribaciones de El Espinazo el sol estaba ya en caída libre.
Pero mi tío me había dicho que esta vez no era necesario que subiéramos a lo
alto de su cumbre que, como su nombre
indicaba, era como la columna vertebral, como el espinazo que recorría lo más alto de la planicie, de
la espalda de aquella montaña achatada.
Yo ya había estado alguna vez con mi tío
Ezequiel en El Espinazo cogiendo setas, que eran allí finas y de gusto
exquisito, oreadas por aquella fría brisa que siempre recorría la alta
planicie. Caía una fina lluvia, pero también hacía sol aquel día de otoño en
que fuimos a coger setas por última vez.
Mi tío se ponía contra el sol, se llevaba
una mano a la frente, a modo de visera y exclamaba, señalando con el índice.
- Germán, mira cómo brillan…¡ Allí!
Entonces
yo trataba de seguir la punta de su dedo y veía a las setas cómo emitían
aquellos destellos entre la llovizna.
- Memorízalas, Germán. Que cuando te
acerques perderás el sitio donde están.
Y luego nos acercábamos los dos. Cada uno
con su bolsa en la mano. Y con su
navaja.
- Nunca te agaches sin tener siempre a la
vista las que hay a tu alrededor. O las perderás – me instruía.
Entonces cortábamos todas y cada una de
las setas que había en aquel corro, sin dejarnos ninguna. Hasta que mi tío
repetía la jugada y localizaba otro. La verdad es que yo me ponía las botas
cogiendo setas con mi tío Ezequiel. Luego las repartíamos por la mitad
como buenos hermanos y yo se las llevaba
a mi madre para que me las hiciera con patatas.
-
Tío, tenemos que volver a coger setas este otoño - le dije recordando aquel día.
Él
levantó la vista y recorrió la dura pendiente de subida a la montaña.
- Sí,
aunque el otoño queda todavía lejos, ¡me cago en el dios colorado!
Vi
como apartaba de un manotazo una sombra de tristeza, o de preocupación, que se
le había instalado por momentos en la mirada. Y retomaba aquella excitación
creciente que le había renacido aquella tarde desde que mencioné las piedras
preciosas.
- Es
allí – me dijo - entre ese enebro y aquella encina.
Empezaban
a caer las primera sombras y nosotros
caminábamos absortos y en silencio, mirando al suelo, que estaba lleno de
cantos y de piedras, de tomillos y de aliagas. Íbamos como los viejos
buscadores de oro del Oeste, con la mirada febril llena de trascendencia y de
codicia.
De
repente, mi tío se agachó.
Luego se levantó y se puso contra el sol,
contra sus últimos rayos mortecinos. Exactamente como hacía cuando buscábamos
las setas.
Pero ahora tenía como un pequeño canto en
la mano. Y lo levantó hacia la luz.
-
¡Ven, Germán, antes de que se haga de noche!
Me acerqué
y mi tío me extendió el canto. Lo
cogí con mis manos temblorosas, que nunca habían apresado ningún tesoro.
Era como una mezcla de cristal y piedra,
que tenía tonos rosados y verdosos. Yo no sabía qué pensar, preso de emociones
sin cuento. Aunque brillar, brillar, aquello no brillaba mucho, la verdad.
Mi tío me levantó la mano con una de las
suyas.
- Ponlo contra el sol, porque ya no hay
aquí mucha luz.
Levanté el canto y al principio fue inclusive peor. Me mostraba
una cara del mismo, llena de la tierra que lo había impregnado cuando estaba en
el suelo. Además por ese lado era un canto normal.
Pero mi tío me volvió a coger mi mano y
la giró levemente. Entonces se produjo el milagro.
El sol pasó por una arista del cristal de
roca y sacó un destello que casi me cegó. Fue un instante nada más. Luego moví
el canto pero ya no volví a coger aquel ángulo mágico.
Por eso aquel momento fue tan especial.
Por su brevedad y su magia irrepetible.
Yo estaba anonadado.
- Ha sido maravilloso, tío.
Mi tío se fijaba más en mis ojos que en el
cuarzo.
Debían brillar también como nunca lo
habían hecho.
Y el sol, después de su hazaña, asimismo
desapareció tras la montaña.
Nos quedamos un momento en silencio
dejando que las sombras nos cercaran todavía más.
Hasta que mi tío se volvió a poner el
escabuche al hombro.
- Se nos ha hecho de noche. ¡Me cago en
el dios colorado! ¡Ya verás tu madre, que ya me tiene enfilado!
- No se preocupe por mi madre, tío. A mí
me quiere mucho.
- Sí, pero yo no soy su hijo, sino un tío
de su marido. Si a algo hay que temer en este mundo, Germán,Y si ejercen de madres, ni te cuento.n tmo en
el dios colorado! Ya vercwercaran rtodava verdad.odicia.
es a las mujeres. Y si ejercen de madres, ni
te cuento – remató antes de comenzar a andar hacia Sacecorbo a toda prisa.
Sí, caminábamos a toda prisa para alcanzar
la carretera. Como si con ella nos encontráramos ya a salvo.
Mi tío ya no tenía tiempo ni para sus
improperios. De repente, andaba, casi corría, a trompicones y a resultas de su
pierna mala, como si hubiera sido pillado en falta en territorio furtivo y
lejano y no pudiera descansar hasta que hubiera llegado dentro de las lindes de
lo convencional, de lo cercano y doméstico que, en aquel momento, parecía estar
delimitado por la carretera. La cual era como una línea trazada por un
delineante con el pulso calmo, antes de entrar en las curvas y revueltas de la
Moratilla.
Yo iba tras él, observando su forma
desgarbada de caminar, sus desbalanceos por la rigidez de su pierna mala, que
le hacían bascular como el palo mayor de un barco en la tormenta.
En una vuelta del camino había un desnivel
producido por el agua y el paso de las caballerías, que pisaban siempre en el
mismo sitio con sus herraduras. Yo vi
como mi tío levantó la cabeza un momento antes de llegar allí, para ver cuánto
nos faltaba para la raya de la carretera.
Entonces, cuando reparó en el desnivel, ya había entrado en él a
contrapié. Dio como un pequeño traspiés y luego cayó como un fardo contra el
suelo.
Yo, que iba unos cuantos pasos detrás
suyo, corrí hacia él. Se había quedado al final boca arriba en una estrafalaria
postura con el escabuche al hombro.
El hombre intentó rebullir, pero estaba
como encastrado en el desnivel y, por un momento, me pareció como un escarabajo
que no pudiera darse la vuelta y ponerse en pie.
- Tío, déjeme que le ayude. Deme su mano.
Mi tío
reaccionó por fin, suprimiendo estaciones e improperios intermedios.
- ¡Me cago en todas las sotas, si es que no
arreglan los caminos! ¡Yo solo me doy la vuelta en la cama! ¡Aguanta un poco
Germán, que me levanto!
Yo me
echaba para atrás todo lo que podía, mientras mi tío tiraba de mi mano al
apoyarse. Pero solo era una cuestión de confianza, no de fuerza. En cuanto mi
tío notó que podía hacerlo se levantó sin problemas.
Luego se sacudió el polvo del pantalón.
- Germán, no digas a nadie que me he caído.
Esto queda entre nosotros, ¿estamos?
Yo, de
repente, mientras él se echaba de nuevo el escabuche al hombro, sentí un cariño
enorme por mi tío Ezequiel. Más que el que le tenía ya, que era mucho. Yo creo
que muchísimo.
-
¡Pierda cuidado, tío! Yo también me caigo
y nunca lo cuento en casa.
Llegamos a la carretera. Era ya noche cerrada.
Al fondo se veían las luces del pueblo lejanas y cercanas a un tiempo. Pero el
camino había mejorado mucho, ahora tenía un suelo de tierra dura sobre el que
era fácil y rápido caminar. Y mucho más descansado y seguro.
En cuanto salimos al desvío del Sotillo,
la vi. A mi madre, quiero decir. Estaba en el camino, ya pasada la ermita. La
vi con la luz de la luna, porque allí no había bombilla alguna. Aunque yo creo
que a mi madre yo la habría visto y reconocido en la más absoluta oscuridad.
En cuanto ella nos vio corrió a nuestro
encuentro. Yo me adelanté corriendo también o, tal vez, era que mi tío Ezequiel
redujo su marcha al verla.
Mi madre me abrazó.
- Germán, Germán. ¡Estaba tan preocupada!
Y me cubrió de besos.
Mi tío Ezequiel había llegado ya a nuestra
altura.
- Se me ha pasado el tiempo sin darme
cuenta. Ha sido solo culpa mía – le dijo a mi madre.
Pero mi madre estaba muy nerviosa
todavía.
- ¡Usted no le llene la cabeza de pájaros
a mi niño! ¡Que luego, a ver cómo acaba!
Mi tío acusó el golpe.
Podía haber bajado la cuesta de San Roque
con nosotros. Pero tomó el desvío que llevaba a la calle Mayor y a la plaza.
Y a su casa, que estaba un poco más allá.
No le contestó a mi madre. Solo se
despidió de mí.
- Adiós, Germán.
- Adiós, tío Ezequiel. ¡Lo he pasado bomba!
Lo vi un momento caminar cuesta abajo con
el escabuche al hombro. Por un momento me pareció que su estampa era más
desgarbada. O, quizá, más triste. Quizá llena de la soledad de la noche.
Mi madre me preguntó.
- ¿ Y qué habéis hecho tunantes?
Y yo, cuando estaba con mi madre, me
olvidaba de todo lo demás.
Ya
en casa, mi madre se tranquilizó un poco más. Pero seguía tomándola con el tío
Ezequiel.
- ¡Si es que no tiene cabeza! ¡Llevar a un
niño tan pequeño a abrir tumbas de noche!
Mi padre callaba hasta que se pasase el
temporal.
Pero yo me rebelaba. No estaba de acuerdo
con mi madre por primera vez.
- ¡No era de noche, que lo sepas! Ha sido
mi culpa, que le he pedido que me enseñara las piedras preciosas del Espinazo.
Y, luego, cuando se ha hecho de noche, el tío Ezequiel se ha apresurado a
traerme. ¡Tanto que se ha caído en el camino! ¡Podía haberse descalabrado! –
rematé.
Mi madre se quedó callada un momento.
- ¿Qué es eso de las piedras preciosas del
Espinazo?
Mi padre por fin se decidió a intervenir.
- Es cristal de roca. Son muy bonitas. Y hay que saberlas buscar.
Mi madre permaneció callada unos instantes
más.
- Germán, ¿se ha hecho daño el tío? – dijo
por fin.
La cosa parecía que se reconducía.
- Un poco, mamá. Aunque me ha dicho que no
se lo contara a nadie. Estoy incumpliendo nuestro secreto. Espero que no se lo
digáis jamás.
Mi madre salió de la cocina en dirección a
la despensa.
Volvió al poco con unos huevos metidos en
una bolsa.
- Germán, vas a ir ahora mismo a ver al
tío. Le das esto y le dices de mi parte que gracias por cuidarte tan bien.
¡Pero no te entretengas, que es muy tarde!
Salí
tremendamente contento de mi casa. Hacía una noche muy agradable . O eso me lo
parecía a mí. Y las luces de las calles
alumbraban más que otros días. Yo no
tenía ningún miedo.
Llegué a casa de mi tío Ezequiel.
Era una casa pequeña y modesta. De una sola planta.
Tenía
un pequeño corral, con un pozo en su centro. Y, dentro, solo tres piezas: la
botica, la cocina, eso sí, grande, y su dormitorio.
Entré
hasta la cocina.
Allí estaba mi tío. Se había quitado la
venda de la pierna enferma y se disponía a ponerse una nueva que había
recortado de una sábana vieja con sus grandes tijeras.
- Hola tío. Si quiere puedo curarle la
pierna - le dije a modo de saludo.
- ¿Tu madre sabe que estás aquí? – me
contestó.
Le respondí tan contento como pude.
- Sí. Me ha dado esto para usted – y le
extendí la bolsa con los huevos – Me ha dicho que muchas gracias por cuidarme
tan bien. Que se lo dijera.
Mi tío extendió la mano. Pero antes de
coger la bolsa me dijo.
- No le habrás dicho que me he caído,
¿verdad?
Sentí un pequeño nudo en el estómago. Pero me repuse con naturalidad.
- ¡Tío, es nuestro secreto! – y luego
añadí a continuación - ¿Dónde tiene los polvos de talco?
Mi tío cogió la bolsa.
- Ahí, en ese armarito.
Cuando terminé él se puso la nueva venda.
- Germán, con las prisas, no te he dado
tu piedra.
Y fue a buscarla a la botica.
Yo me puse más contento todavía.
- Tío, tenemos que volver a la tumba.
- Sí, Germán. Pero deja pasar un tiempo.
Antes tengo que analizar el hueso, ¿recuerdas?
- ¡Sí! Analícelo. Y luego nos vamos a
pasar otra tarde como la de hoy.
Mi tío iba a decir algo, pero se calló. Y
luego se dio la vuelta, despidiéndose precipitadamente con la mano, diciendo
adiós.
- ¡Anda, vete a tu casa, que es tarde!
Y yo salí mirando mi piedra y poniéndola a la luz de las bombillas de las
calles mudas.
Aquella
noche dormí con mi piedra en la mano, después de chinchar con ella a mi hermana
Tere todo lo que pude. Había sido un día redondo.
Aunque poco antes de dormirme o, quién
sabe si justo después de hacerlo, algo me recordó que era la primera vez que
había contado tan flagrantemente un secreto que acababa de jurar que nunca
revelaría. Que había mentido a sabiendas
de forma tan clara. Lo hice por cariño,
por amor. Y había salido bien.
Sí, había sido la primera vez. Con motivo
de la caída de mi tío. Y no sería la última. Esos conceptos absolutos de verdad
y de mentira no tenían cabida en el
mundo de los sentimientos, en el que yo
me estaba adentrando poco a poco.
Como tampoco los conceptos de realidad y
de ficción lo tenían en el mundo de la literatura que, también, durante aquella
tarde yo había empezado a intuir entre los reflejos de aquel chispazo mágico en
las estribaciones de El Espinazo, mirando mi piedra.
Unos años más tarde murió el tío
Ezequiel. Yo estaba ya estudiando en el internado de los Sagrados Corazones de
Huesca, donde estaba de profesor un tío cura de mi padre. Hoy recuerdo que era
un frío día de diciembre. Murió de noche, solo en su casa.
Tampoco pudo ver el cambio democrático en
España por el que suspiraba desde después de la guerra. Todavía tardaría
algunos años en llegar.
Sé que preguntó por mí unos días antes.
Mis padres habían ido a verlo desde Madrid.
- ¿Y el estudiante?
Hoy escribo desde mi despacho,
como siempre. Y pienso en lo poco que dejó cuando fueron a vender la casa: unos
frascos con potingues, algunos libros y algunos bocetos de proyectos extraños.
Pero yo tengo aquí, sobre mi mesa, aquella piedra. No me ha abandonado
nunca. Ni me abandonará. Ni yo a ella.
Y tengo todo lo demás que me dejó.
Estas páginas son solo una pequeña forma de pagarlo.
Porque a medida que cumplo años a
la ficción y a la realidad las
separa solo una delgada frontera cada vez más confusa. Y cada vez le entiendo
mejor. Al tío Ezequiel.
- ¡Me cago en el dios colorado!
DE LA NOVELA "MEMORIAS DEL SAUCE CURVO"