lunes, 27 de noviembre de 2017

MI PRIMERA ESCUELA: APRENDIENDO A APRENDER




MI PRIMERA ESCUELA: APRENDIENDO A APRENDER.





Más o menos por aquella época empecé yo a ir a la escuela. En Sacecorbo al edificio de la escuela, siempre nos hemos referido en plural como “las escuelas”, por la escuela masculina y femenina que estaban adosadas la una a la otra en un solo inmueble
Probablemente el edificio de la escuelas era el más bonito de todo Sacecorbo. Ocupaba una gran parcela en el camino de la fuente, mirando a todos los huertos de la Pontecilla, con la imagen majestuosa del gran Picozo al frente, por donde serpenteaba, llena de curvas, la carretera comarcal que iba a Canales del Ducado y a Ocentejo.
Eran dos edificios de dos plantas, simétricos y adosados, que ocupaban el centro de la parcela. La parte de la izquierda era el edificio de las chicas, con un jardín a la entrada lleno de lirios, yerbabuena, palma rizada, rosales con rosas de varios colores y un murete de enredadera agarrado a la balaustrada de alambrada que rodeaba toda la parcela. Había también un patio cercado donde las chicas jugaban durante el recreo al cornito, la estornija, el balón prisionero, el rescatado o rescate, el pañuelo, la maya o la jerová (también llamado jeová) y otros juegos fundamentalmente femeninos.
La planta baja la ocupaba la vivienda de la maestra y en el segundo piso estaba la escuela propiamente dicha, con una gran aula donde había pupitres para unas treinta o cuarenta niñas, iluminada por unos espaciosos ventanales que daban sobre el Picozo. Al frente estaba el encerado, la mesa de la maestra y la estufa de leña, que era el único medio de calentar aquella enorme estancia. Completaban la planta algunas pequeñas dependencias anexas y la leñera.
El edificio de los chicos era exactamente igual, aunque en el patio dominaba el juego del fútbol, también el de “a la una andó la mula” que consistía en distintos tipos de saltos sobre compañeros agachados, el gua, el tango con su hita o chito donde se colocaba dinero o chapas y el “churlos” en el que había dos equipos, uno de ellos que formaba una especie de cadena, enlazados sus miembros al meter la cabeza cada uno en las piernas del siguiente y otro que saltaba precisamente sobre esa cadena y la cabalgaba con el objetivo de que todos sus miembros pudieran montarla, para lo cual los primeros saltadores debían hacerlo cuanto más lejos mejor.
Julián, el chico con el que había visto los fuegos fatuos y que vivía en mi misma calle, pasaba un día a la altura de mi casa y le pregunté.
- Oye, Julián, ¿a dónde vas con esa cartera?
- Pues voy a la escuela, ¿por qué no te vienes conmigo?
Y sin encomendarme a nadie me fui con él.
Cuando llegamos el maestro me preguntó.
- ¿Cuántas letras conoces?
- Ya sé leer - le dije – Y también cuento hasta trillones.
- Eso está muy bien Germán. A ver, lee esto – me dijo poniéndome una página del catecismo.
Me escuchó y luego continuó.
- Hoy te quedas con nosotros y luego le dices a tu padre que venga a hablar conmigo.
Y así entré en la escuela, de forma excepcional, porque todavía no tenía los seis años. A mí me habían enseñado a leer mis padres y mi hermana Tere las noches de invierno mientras estábamos alrededor de la lumbre, con el gato roncando a mi lado. Mi padre me ponía cifras de 18 números y yo las iba separando en grupos de tres en tres con un puntito y luego se las cantaba. La verdad es que todo aquello me gustaba mucho.
Y también admiraba un montón al maestro don Manuel, que estaba casado con doña Nati, que era la maestra de las chicas. La pena es que al año siguiente se fueron a otro pueblo.
De hecho, empecé a decir a todo el mundo que de mayor yo quería ser maestro. El maestro era entonces muy respetado, y estaba investido, o revestido, de una autoridad indiscutible.
- Aquí le traigo a mi hijo para que lo desasne – le decía a don Manuel, en la puerta de la escuela, el padre de Lucas, a quien llevaba medio arrastrándolo de una oreja.
A Lucas no le gustaba la escuela, sino estar matando pájaros con su tirachinas con el que tenía una puntería excepcional.
– Y si le tiene que sacudir, don Manuel, ya sabe usted, mano dura y tente tieso. Y a ti, Lucas, ya te lo he dicho, por cada torta del maestro yo te daré dos más cuando llegues a casa.
¡Eso era confianza absoluta en la enseñanza pública! Sí, señor. Entonces a los maestros no les pasaba lo que ahora, que se tienen que pelear, según me dicen, con los alumnos y, sobre todo, con sus padres.





De lo que yo no era, tal vez, consciente, era de lo poco que ganaban los maestros.
- ¡Ganas menos que un maestro de escuela! – se le decía a algún desgraciado cuando no podía estar más infrapagado.
Así que la escuela era un sitio de orden, de estudio y de escasos recursos, empezando por el sueldo del maestro. Allí todo se confiaba al método. Un método rotundo, un método casi militar: “La letra con la sangre entra”
¡Hombre, la sangre no llegaba normalmente al río! Pero sí a una serie de reguerillos y riachuelos afluentes y aledaños
A ver, para empezar estaban los capones, de los que había varios tipos. Los peores eran los del nudillo del dedo medio, salido para fuera, que casi te producían un abollón en el cuero cabelludo y tenías la necesidad de rascártelo durante varias horas luego.
El tiramiento, o estiramiento, de las patillas para arriba producía un dolor incisivo e hiriente, que se trataba de evitar poniendo el penado los pies de puntillas todo lo alto que podía.
Las orejas también eran otro destino frecuente del método. Estaba el simple tirón, que era casi como “un orejón” de cumpleaños para penas leves, merecedoras solo de simples toques cariñosos de atención. Y luego, el tirón con retorcimiento del apéndice auditivo, que el sufrido alumno trataba de mitigar levantando la cabeza para acompañar el giro de la oreja.
Aunque algunos maestros, con callo y colmillo retorcido, le retorcían al tiempo al chaval, valga nunca mejor que en este caso la redundancia, la otra oreja en sentido contrario, ante lo cual no había nada que hacer, sino aguantar a que se pasara el temporal. Eso sí, cuando el dolor cesaba, quedaba luego la afrenta y el señalamiento de unas orejas granates, a veces amoratadas, que permanecían así durante horas, al tiempo que se instalaba en ellas una comezón digna de los más intensos sabañones.
Luego estaban, cómo no, las tortas. Que podían ser de frente, tipo bofetada, simple o doble, es decir en uno o en ambos carrillos, para lo cual el mejor remedio era levantar el codo y cubrirse con él el flanco en cuestión. Había verdaderos artistas en esta técnica, que conseguían que no hubiera nunca un impacto nítido en la cara, hasta que el maestro se frustraba o se cansaba y desistía. Luego estaban también los impactos por detrás llamados coscorrones o collejas. Solía ocurrir como colofón a la bronca previa. Cuando el alumno se giraba y se iba para su sitio. Tras el regaño del profesor llegaba por detrás el coscorrón con alguna advertencia final.
- ¡Y no lo vuelvas a hacer más, atontado! ¡Que me tienes muy harto!
A veces era también el corolario final, precisamente, de las frustradas tortas laterales abortadas por la ágil guardia del alumno. El maestro amagaba.
-¡Anda, vete a tu sitio, que ya has tenido bastante por hoy!
Entonces, el héroe de los codos se relajaba y se daba la vuelta, sonriente y mirando a sus compañeros. Y, antes de que pudiera reaccionar, le caía un collejón por entre el cuello y la nuca que le hacía trastabillarse como un beodo camino de su asiento. Y toda su gloria anterior acababa en el pozo de los desengaños.
Y en un método de orden no debían faltar nunca las reglas. No solo las normas de cumplimiento, sino las reglas de verdad. Que eran de madera, a la vez consistente y flexible.
Los reglazos podían ser de dos tipos: sobre la palma de la mano abierta, que no dolían mucho, aunque sonaban y amedrentaban al resto de chicos un montón y los de mala leche, que se daban sobre las yemas de los dedos y las uñas, una vez que el maestro ordenaba recogerlos en cucurucho y ponerlos mirando para arriba. Eso dolía en cantidad, sobre todo a las chicas a las que gustaba dejarse las uñas largas.
Por último estaba el reglazo infame, aunque no infrecuente, que era sobre los nudillos, con las manos estiradas y las palmas boca abajo. Eso solo ocurría con los alumnos realmente chinches, o tras alguna noche en que su mujer le hubiera dado largas al maestro o hubiera tenido con ella una gresca considerable.
Las reglas eran el instrumento ortodoxo para los correctivos físicos en la escuela, así como en casa solían ser los correazos. Del cinturón del papá, claro. Las madres solían utilizar la zapatilla, con la que daban azotes en el culo del hijo rebelde. Lo malo es que las primeras llevaban aparejadas también los segundos, en el mismo lote, como bien le había aclarado al niño Lucas su padre.
Recuerdo ahora a un niño de mi edad que, encima, tenía nombre de chiste. A Jaimito aquel día el maestro le surtió de un buen número de reglazos en ambas manos. Cuando terminó la escuela, recogió sus cosas a todo correr. Como algunos días salíamos juntos le pregunté.
-Jaimito, a dónde vas tan corriendo, ¿no me esperas hoy?
- No, Germán. Hoy tengo que llegar pronto a casa.
Yo al principio no lo entendí. El por qué de tanta prisa, quiero decir. Si en su casa en cuanto le preguntaran que qué tal en la escuela y contara lo de los reglazos del maestro le iba a caer allí, además, lo suyo. Y eso es lo que le dije.
- ¿Por qué? No entiendo la prisa.
Él me contestó mientras se iba a toda pastilla.
- Quiero llegar antes de que esté mi padre. Mi madre me da más suave con la zapatilla que él con el cinturón.
Y desapareció escaleras abajo.

MEMORIAS DEL SAUCE CURVO: "Uno de los mejores libros sobre la familia y sobre la generación de los sesenta"

miércoles, 15 de noviembre de 2017

TAMBIÉN QUERÍAMOS SABER DE SEXO




 Capítulo XIX

También queríamos saber de sexo

        Los vientos del cambio soplaban sin cesar. Aunque los cambios no siempre eran para bien. Por lo menos en el corto plazo.
       En nuestra familia todo se empezó a complicar. A estropear, quiero decir.
       Pero todo esto ya lo contaré a su debido tiempo

      Hay un tema que, acabo de darme cuenta, se me había quedado pendiente.
      Y es el tema del sexo. De la sexualidad. Que también existía entonces, como siempre ha existido. Inclusive en aquel grupo de mocosos que éramos nosotros con nuestros ocho, nueve o diez años a cuestas.
      Entonces no había internet, así que la curiosidad sobre ciertas palabras, que tenían unas connotaciones subterráneas, o morbosas o, qué se yo, que te producían esa inquietud interior que te llenaba de confusión, de miedos y de esperanzas a un tiempo, había que satisfacerla por otras vías.

      Un día, yo me acordé, al respecto, del tío Ezequiel. Y de su gran diccionario que alguna vez había visto en la botica.
       Sí, una tarde que me rondaban por la cabeza algunas de estas cosas me fui a su casa.
      - ¡Hola tío, cuánto me alegro de verle! – le saludé muy efusivo -  Es que don Zacarías nos ha encargado una redacción y quería utilizar su diccionario, si no le importa, claro.
      - Germán, ¡cómo había de importarme!, es la mejor forma de incrementar tu lenguaje y tu cultura. Y si me necesitas, yo mismo puedo ayudarte en lo que pueda.
      - No, tío, descuide. Debemos tratar  de hacerlo nosotros solos.  Es lo que nos ha dicho el maestro.
      Mi tío Ezequiel que, probablemente, había pensado para sus adentros: “Bien dicho, Zacarías”, me sonrió y solo dijo, una vez bajó el diccionario de una estantería de libros que tenía en la botica.
       -Aquí lo tienes, Germán. Siéntate en la mesa, ahí en la cocina, al lado de la ventana.
       Yo cogí el diccionario y me alegré de que mi tío me dejara a solas con aquel libro mientras él volvía a la botica.
       Cuando ya estaba sentándome en la mesa oí de nuevo su voz.
        - ¿Y sobre qué es la redacción, Germán?
       Pero eso ya me lo tenía yo preparado.
        - Es sobre la caza, tío. Como ahora está de moda Sacecorbo, con los faisanes y todo eso…
       Ahí mi tío se quedó tranquilo y se fue a sus quehaceres.
      Yo llevaba una lista de palabras apuntadas en un papel. Pero no enteras , claro, sino solo una abreviatura. ¡Dios mío si me las hubieran descubierto!


   
       Por un momento dejo de teclear en el ordenador y buscó mi diccionario. Es un ejemplar de la última edición de la Real Academia Española de la Lengua. Ya no me acuerdo muy bien de lo que ponía en aquel viejo diccionario de mi tío y las cosas, estas cosas, no habrán cambiado mucho, ¡digo yo!
      Lo que recuerdo muy bien era en qué palabras estaban mis inquietudes por entonces.

      La primera palabra empezaba por j, claro.
      Pero como siempre en estos casos, cuando buscabas en el diccionario, te quedabas con más dudas que traías:
      “Praticar el coito”, decía.  Aunque también: “”Molestar, fastidiar”. Me fui corriendo a mirar coito, claro.
      Coito: “Practicar la cópula sexual”
      Me quedé frustrado. Estaba mucho peor que al principio. Así que me fui, un poco cabreado ya, a buscar rápidamente “cópula”.
      Cópula: “Atadura, ligamento de algo con otra cosa. Acción de copular”.
      Yo estaba desesperado. Pero los diccionarios, ¿realmente servían para algo?
      Me fui a mirar “copular”, claro.
      Mi tío se acercó mientras me preguntaba.
      - Qué tal Germán, ¿qué palabra estás buscando?
      Me sentí un poco horrorizado. No se me ocurría ninguna. Ninguna que le pudiera decir, claro. Busqué desesperadamente alguna cercana por el diccionario y encontré una un poco más abajo.
      Coquina: molusco acéfalo. Abunda en las costas gaditanas y su carne es comestible.
      Lo de molusco sí me sonaba, pero no lo de acéfalo ni lo de gaditano. Pero lo de carne comestible me animó.
      - Estoy mirando coquina, tío.
      - Pero eso no es caza, Germán. Sino pesca. Es un molusco.
      - Sí, sí, tío…  Es que don Zacarías nos ha dicho caza y pesca.
      Y mi tío llegó a la mesa y se sentó a mi lado. Y se acabaron las consultas al diccionario. Por lo menos las consultas que a mí me interesaban. Se me habían quedado en la recámara un par de palabras que, con la que había intentado buscar, formaban la auténtica trinidad de aquello que me perturbaba. Una se refería a aquello que teníamos los chicos y que empezaba por “p” y otra a lo que tenían las chicas y que empezaba por “c”. Seguro que tenían que ver todas ellas con aquello del coito y con la acción de copular. Pero el diccionario, en el poco tiempo que tuve, no me aportó ningún detalle, que era lo que yo más buscaba.
      Eso sí, mi tío Ezequiel me puso al día de la caza mayor y menor que podía uno encontrar en Sacecorbo y hasta en las selvas y sabanas africanas. Y cuando terminó con la caza empezó con la pesca: a mano, con sedal, con caña, con red… Bueno, hasta que desconecté y volví a pensar para mis adentros en aquello de la acción de copular. Que es lo que debían hacer los mayores, ellos con ellas,  sin parar…

        Sonrío por un momento recordando cómo nos sentíamos entonces en este campo. Y, luego, cierro, parsimoniosamente, el diccionario. La verdad es que no sé por qué, con el tiempo, se me ha ido quitando la curiosidad. Ya no busco en el diccionario nada que realmente me interese, sino solo cuando me atranco en alguna palabra que, cada vez me ocurre más a menudo, lo abro. Aunque, casi nunca la encuentro, porque acabo distrayéndome con otras cosas y con otras palabras que no vienen a cuento de la que yo necesitaba. A lo mejor esto es hacerse mayor, viejo, que uno va dispersándose y desconcentrándose. Cada día un poco más.
       Por eso me gusta tanto volver a aquellos años. Porque entonces todo estaba lleno de vida. Y de cosas desconocidas que te atraían, como un balcón entornado que esperaba que te acercaras  y empujaras sus portezuelas para enseñarte la belleza del paisaje que se escondía más allá…
       Aunque, a veces, los paisajes que descubríamos tratando de satisfacer nuestra curiosidad sin límites, eran crudos y realistas. Como la vida misma.
     
     Un día estábamos jugando a la estornija en la Plazuela del Olmo. En aquel momento llevaba la voz cantante Julián, que gritaba a más no poder.
      - ¡Cirrio, marrio! ¡Que vaya a casa de mi tío boticario…!
      Y entonces le pegaba un estacazo a la estornija, que era un palo de unos 30 centímetros de largo que descansaba sobre un poyete, enseñando al vacío uno de sus extremos. Julián le golpeaba con un palo más grande que llevaba en la mano (que era el cirrio o marrio) a la estornija en la punta y ésta saltaba por los aires. El resto de los chicos y chicas tratábamos de coger la estornija antes de que llegara a caer al suelo. Ahí las chicas tenían ventaja porque se cogían la falda con las manos y esperaban que la estornija cayera en su regazo.
      La verdad es que fue un gran golpe aquel de Julián. Estábamos jugando como unos cuatro o cinco chicos y tres o cuatro chicas.
       Pero entonces llegó corriendo el pequeño Agus gritando.
       - ¡Eh…! ¡Que en la esquina de la tía Vitorina hay dos perros chingando…!
      Todo nuestro mundo infantil se detuvo al instante. Saltó por los aires como la estornija. Y ya  nadie hizo caso,  de la estornija quiero decir,  que cayó al suelo olvidada por todos.
      El propio Julián tiró el cirrio lejos de sí y exclamó.
       - ¡Pues vamos a verlos!
      Y salimos todos  corriendo.
      Cuando decía todos me refería a todos los chicos. Las chicas se fueron de allí a jugar a otro sitio, cuanto más lejos mejor. No fuera que pensara alguien algo malo de ellas o que tenían algún interés en aquel tipo de cosas.
       Llegamos a la esquina de la tía Vitorina casi jadeando, porque no nos queríamos perder nada de aquel espectáculo.
       Estaban los pobres perros enguilados, mirando cada uno a un extremo de la calle y sin poderse destrabar. También jadeaban, como nosotros.
       Ellos y nosotros nos mirábamos mientras tratábamos de recuperar el aliento.
       Pero, los chicos de entonces, en cuanto no comprendíamos algo completamente o nuestra curiosidad no acababa de estar satisfecha, lo solíamos resolver tirando piedras y destrozándolo todo. Quizá ahora pasa lo mismo, porque el otro día estuve en el parque con mi mujer y estuvimos observando cómo dos niños le arrancaban a una  muñeca la cabeza y luego le sacaban los ojos.
       Así que el pequeño Agus, que ya los debía haber visto antes, se cansó el primero de mirar. Se agachó y dijo:
      - ¡Vamos a apedrearlos! ¡A ver si se desenguilan!
     Y eso hicimos todos.
     La verdad es que los pobres perros no se ponían de acuerdo hacia donde huir. Uno tiraba para un sitio y el otro para el contrario y claro, no conseguían moverse en dirección alguna, mientras, aguantaban dando quejidos, todas nuestras pedradas.
     Por fin encontraron un hueco en la pared de un huerto y huyeron  los pobres a trompicones. No sé si les quedarían muchas ganas de repetir, la verdad. Por mucho que se quisieran. Pero eso tenía que ser el amor. Bueno, el amor, a lo mejor no, sino solo la llamada de la carne, del sexo. Como a nosotros que, aunque todavía no la sentíamos, ya empezaba a rondarnos la primera curiosidad de saber en qué consistía todo aquello.

      Sí, nosotros éramos todavía muy pequeños para aquellas lides. Pero queríamos mirar y saber. Acercarnos más a aquel mundo que nos esperaba y al que nos veríamos abocados sin remisión cuando fuéramos algo más mayores.
      Y aquel mundo, a veces, se nos ofrecía al natural, crudamente, sin protección alguna.

      Un día salíamos de la escuela, como siempre a la una, para ir a comer a casa. Yo venía con Julián que vivía en la carretera, como yo. Nos habíamos rezagado un poco. Cuando llegamos a la Pontecilla, vimos la cabeza del Peliblanco por encima de las tapias de los huertos, junto a una pequeña casilla que había en uno de ellos. ¿Qué haría allí el Peliblanco?
     Para saberlo, nos acercamos sigilosamente a mirar por entre las paredes de piedra y allí entrevimos que había un grupo de cinco o seis chicos de nuestra edad rodeando al Peliblanco. Así que empujamos una puerta de madera entornada que daba a la calle y nos metimos dentro.
     Al principio no sabíamos qué ocurría.  Los chicos estaban en semicírculo rodeando al Peliblanco que estaba de pie frente a ellos y todos guardaban un silencio absoluto.
     El Peliblanco estaba rojo, quizá por el sol que le pegaba en la cara y tenía los ojos cerrados, aunque a veces los abría y lanzaba alrededor unas miradas extrañas.
      Cuando por fin nos acercamos y miramos nos dimos cuenta. Delante de mí estaban Chema y el pequeño Agus, así que yo lo vi todo muy bien porque este último me tapaba muy poco.
     El Peliblanco estaba ya terminando. Tuvo como un estremecimiento y luego nos miró a todos, uno por uno, sonriendo, mientras se buscaba un pañuelo en el bolsillo.
     - No ha estado mal, ¿verdad, chicos?
     Nosotros no sabíamos qué decir. Él se acabó de limpiar, se arregló un poco el pantalón y salió de nuevo a la carretera rompiendo nuestra fila, como si fuera un torero de los que yo veía en la tele, en olor de multitudes.
      Todos los demás salimos también en silencio a la calle. Estábamos anonadados. Como si, de repente, se hubieran descorrido los visillos y nos hubiéramos encontrado un paisaje que no habíamos visto nunca.
       Yo iba con Julián y ninguno de los dos nos atrevíamos a decir nada. Junto al olmo de la plazuela estaban dos chicas de nuestra edad: Dorita y Conchi, que nos dijeron cuando llegamos a su altura:
       - Estábamos pensando esta tarde en jugar al  pañuelo. ¿Vais a venir?
       Nosotros las miramos como si fueran marcianas. No les dijimos nada y debieron vernos tan blancos y tan pálidos que tampoco insistieron.
      Pero la vida continuaba. Cuando llegamos a mi casa, mi hermana Tere estaba en la puerta. Parecía muy contenta, casi eufórica.
      - ¡Germán, ven! ¡ He recibido carta de Pili! ¡De Madrid!
      Y entonces Julián y yo empezamos a pensar en otra cosa. En aquella imagen un tanto brumosa, pero también brillante y hasta fantástica, que resumía nuestras ideas y pensamientos que rodeaban a aquella mágica palabra, al nombre de aquella gran  ciudad.

      Hoy he leído en el periódico que más de la mitad de los anuncios que ponen diariamente en la tele tienen un contenido sexual. Que se utilizan las formas de los objetos,  la música, los fragmentos del cuerpo de hombres y mujeres que se exhiben y  hasta los colores, para despertar a esa fiera interna que todos llevamos dentro a la que llaman libido.  Pero no directamente, porque hay reglas y códigos legales que hay que respetar, sino de una forma subrepticia y oculta, para inclinarnos, sin que nosotros nos demos cuenta, a comprar todo aquello que nos quieren vender.
      También he leído que más del 80% de las visitas y búsquedas  que se realizan en internet son a páginas de contenido erótico o directamente pornográfico, que están disponibles para cualquier persona, de cualquier edad, que sepa encender un ordenador.
    Hoy, con lo que está cayendo, pongo en su debido lugar al Peliblanco. Un chico primitivo e inaceptablemente exhibicionista, sin duda. Tal vez lo único que pretendía no era vender nada a nadie, sino quizá, solo, demostrar, con orgullo y directamente, eso sí,  y ante una audiencia inapropiada, eso también y, por ello,  absolutamente rechazable, lo que él ya era capaz de hacer con su cuerpo.



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