Capítulo XIX
También
queríamos saber de sexo
Los vientos
del cambio soplaban sin cesar. Aunque los cambios no siempre eran para bien.
Por lo menos en el corto plazo.
En nuestra
familia todo se empezó a complicar. A estropear, quiero decir.
Pero todo
esto ya lo contaré a su debido tiempo…
Hay un tema
que, acabo de darme cuenta, se me había quedado pendiente.
Y es el tema del sexo. De la sexualidad.
Que también existía entonces, como siempre ha existido. Inclusive en aquel
grupo de mocosos que éramos nosotros con nuestros ocho, nueve o diez años a
cuestas.
Entonces no
había internet, así que la curiosidad sobre ciertas palabras, que tenían unas
connotaciones subterráneas, o morbosas o, qué se yo, que te producían esa
inquietud interior que te llenaba de confusión, de miedos y de esperanzas a un
tiempo, había que satisfacerla por otras vías.
Un día, yo me acordé, al
respecto, del tío Ezequiel. Y de su gran diccionario que alguna vez había visto
en la botica.
Sí, una tarde que me rondaban
por la cabeza algunas de estas cosas me fui a su casa.
- ¡Hola tío, cuánto me alegro
de verle! – le saludé muy efusivo - Es
que don Zacarías nos ha encargado una redacción y quería utilizar su
diccionario, si no le importa, claro.
- Germán, ¡cómo había de
importarme!, es la mejor forma de incrementar tu lenguaje y tu cultura. Y si me
necesitas, yo mismo puedo ayudarte en lo que pueda.
-
No, tío, descuide. Debemos tratar de
hacerlo nosotros solos. Es lo que nos ha
dicho el maestro.
Mi tío Ezequiel que,
probablemente, había pensado para sus adentros: “Bien dicho, Zacarías”, me
sonrió y solo dijo, una vez bajó el diccionario de una estantería de libros que
tenía en la botica.
-Aquí lo tienes, Germán.
Siéntate en la mesa, ahí en la cocina, al lado de la ventana.
Yo cogí el diccionario y me
alegré de que mi tío me dejara a solas con aquel libro mientras él volvía a la
botica.
Cuando ya estaba sentándome en
la mesa oí de nuevo su voz.
- ¿Y sobre qué es la
redacción, Germán?
Pero eso ya me lo tenía yo
preparado.
- Es sobre la caza, tío. Como
ahora está de moda Sacecorbo, con los faisanes y todo eso…
Ahí mi tío se quedó tranquilo
y se fue a sus quehaceres.
Yo
llevaba una lista de palabras apuntadas en un papel. Pero no enteras , claro,
sino solo una abreviatura. ¡Dios mío si me las hubieran descubierto!
Por un
momento dejo de teclear en el ordenador y buscó mi diccionario. Es un ejemplar
de la última edición de la Real Academia Española de la Lengua. Ya no me
acuerdo muy bien de lo que ponía en aquel viejo diccionario de mi tío y las
cosas, estas cosas, no habrán cambiado mucho, ¡digo yo!
Lo que
recuerdo muy bien era en qué palabras estaban mis inquietudes por entonces.
La primera palabra empezaba por
j, claro.
Pero como siempre en estos
casos, cuando buscabas en el diccionario, te quedabas con más dudas que traías:
“Praticar el coito”,
decía. Aunque también: “”Molestar,
fastidiar”. Me fui corriendo a mirar coito, claro.
Coito: “Practicar la cópula
sexual”
Me quedé frustrado. Estaba
mucho peor que al principio. Así que me fui, un poco cabreado ya, a buscar
rápidamente “cópula”.
Cópula: “Atadura, ligamento de
algo con otra cosa. Acción de copular”.
Yo estaba desesperado. Pero los
diccionarios, ¿realmente servían para algo?
Me fui a mirar “copular”,
claro.
Mi
tío se acercó mientras me preguntaba.
- Qué tal Germán, ¿qué palabra
estás buscando?
Me sentí un poco horrorizado. No se me ocurría ninguna. Ninguna que le
pudiera decir, claro. Busqué desesperadamente alguna cercana por el diccionario
y encontré una un poco más abajo.
Coquina: molusco acéfalo.
Abunda en las costas gaditanas y su carne es comestible.
Lo de molusco sí me sonaba,
pero no lo de acéfalo ni lo de gaditano. Pero lo de carne comestible me animó.
- Estoy mirando coquina, tío.
- Pero eso no es caza, Germán.
Sino pesca. Es un molusco.
- Sí, sí, tío… Es que don Zacarías nos ha dicho caza y
pesca.
Y mi tío llegó a la mesa y se
sentó a mi lado. Y se acabaron las consultas al diccionario. Por lo menos las
consultas que a mí me interesaban. Se me habían quedado en la recámara un par
de palabras que, con la que había intentado buscar, formaban la auténtica
trinidad de aquello que me perturbaba. Una se refería a aquello que teníamos
los chicos y que empezaba por “p” y otra a lo que tenían las chicas y que
empezaba por “c”. Seguro que tenían que ver todas ellas con aquello del coito y
con la acción de copular. Pero el diccionario, en el poco tiempo que tuve, no
me aportó ningún detalle, que era lo que yo más buscaba.
Eso sí, mi tío Ezequiel me puso
al día de la caza mayor y menor que podía uno encontrar en Sacecorbo y hasta en
las selvas y sabanas africanas. Y cuando terminó con la caza empezó con la
pesca: a mano, con sedal, con caña, con red… Bueno, hasta que desconecté y
volví a pensar para mis adentros en aquello de la acción de copular. Que es lo
que debían hacer los mayores, ellos con ellas,
sin parar…
Sonrío por
un momento recordando cómo nos sentíamos entonces en este campo. Y, luego,
cierro, parsimoniosamente, el diccionario. La verdad es que no sé por qué, con
el tiempo, se me ha ido quitando la curiosidad. Ya no busco en el diccionario
nada que realmente me interese, sino solo cuando me atranco en alguna palabra
que, cada vez me ocurre más a menudo, lo abro. Aunque, casi nunca la encuentro,
porque acabo distrayéndome con otras cosas y con otras palabras que no vienen a
cuento de la que yo necesitaba. A lo mejor esto es hacerse mayor, viejo, que
uno va dispersándose y desconcentrándose. Cada día un poco más.
Por eso me
gusta tanto volver a aquellos años. Porque entonces todo estaba lleno de vida.
Y de cosas desconocidas que te atraían, como un balcón entornado que esperaba
que te acercaras y empujaras sus
portezuelas para enseñarte la belleza del paisaje que se escondía más allá…
Aunque, a
veces, los paisajes que descubríamos tratando de satisfacer nuestra curiosidad
sin límites, eran crudos y realistas. Como la vida misma.
Un
día estábamos jugando a la estornija en la Plazuela del Olmo. En aquel momento
llevaba la voz cantante Julián, que gritaba a más no poder.
- ¡Cirrio, marrio! ¡Que vaya a
casa de mi tío boticario…!
Y entonces le pegaba un
estacazo a la estornija, que era un palo de unos 30 centímetros de largo que
descansaba sobre un poyete, enseñando al vacío uno de sus extremos. Julián le
golpeaba con un palo más grande que llevaba en la mano (que era el cirrio o
marrio) a la estornija en la punta y ésta saltaba por los aires. El resto de
los chicos y chicas tratábamos de coger la estornija antes de que llegara a
caer al suelo. Ahí las chicas tenían ventaja porque se cogían la falda con las
manos y esperaban que la estornija cayera en su regazo.
La verdad es que fue un gran
golpe aquel de Julián. Estábamos jugando como unos cuatro o cinco chicos y tres
o cuatro chicas.
Pero entonces llegó corriendo
el pequeño Agus gritando.
- ¡Eh…! ¡Que en la esquina de
la tía Vitorina hay dos perros chingando…!
Todo nuestro mundo infantil se
detuvo al instante. Saltó por los aires como la estornija. Y ya nadie hizo caso, de la estornija quiero decir, que cayó al suelo olvidada por todos.
El propio Julián tiró el cirrio lejos de sí y
exclamó.
- ¡Pues vamos a verlos!
Y salimos todos corriendo.
Cuando decía todos me refería a
todos los chicos. Las chicas se fueron de allí a jugar a otro sitio, cuanto más
lejos mejor. No fuera que pensara alguien algo malo de ellas o que tenían algún
interés en aquel tipo de cosas.
Llegamos a la esquina de la
tía Vitorina casi jadeando, porque no nos queríamos perder nada de aquel
espectáculo.
Estaban los pobres perros
enguilados, mirando cada uno a un extremo de la calle y sin poderse destrabar.
También jadeaban, como nosotros.
Ellos y nosotros nos mirábamos
mientras tratábamos de recuperar el aliento.
Pero, los chicos de entonces,
en cuanto no comprendíamos algo completamente o nuestra curiosidad no acababa
de estar satisfecha, lo solíamos resolver tirando piedras y destrozándolo todo.
Quizá ahora pasa lo mismo, porque el otro día estuve en el parque con mi mujer
y estuvimos observando cómo dos niños le arrancaban a una muñeca la cabeza y luego le sacaban los ojos.
Así que el pequeño Agus, que
ya los debía haber visto antes, se cansó el primero de mirar. Se agachó y dijo:
- ¡Vamos a apedrearlos! ¡A ver
si se desenguilan!
Y eso hicimos todos.
La verdad es que los pobres perros no se
ponían de acuerdo hacia donde huir. Uno tiraba para un sitio y el otro para el
contrario y claro, no conseguían moverse en dirección alguna, mientras,
aguantaban dando quejidos, todas nuestras pedradas.
Por fin encontraron un hueco en
la pared de un huerto y huyeron los
pobres a trompicones. No sé si les quedarían muchas ganas de repetir, la
verdad. Por mucho que se quisieran. Pero eso tenía que ser el amor. Bueno, el amor,
a lo mejor no, sino solo la llamada de la carne, del sexo. Como a nosotros que,
aunque todavía no la sentíamos, ya empezaba a rondarnos la primera curiosidad
de saber en qué consistía todo aquello.
Sí, nosotros
éramos todavía muy pequeños para aquellas lides. Pero queríamos mirar y saber.
Acercarnos más a aquel mundo que nos esperaba y al que nos veríamos abocados
sin remisión cuando fuéramos algo más mayores.
Y aquel
mundo, a veces, se nos ofrecía al natural, crudamente, sin protección alguna.
Un día salíamos de la escuela,
como siempre a la una, para ir a comer a casa. Yo venía con Julián que vivía en
la carretera, como yo. Nos habíamos rezagado un poco. Cuando llegamos a la
Pontecilla, vimos la cabeza del Peliblanco por encima de las tapias de los
huertos, junto a una pequeña casilla que había en uno de ellos. ¿Qué haría allí
el Peliblanco?
Para saberlo, nos acercamos
sigilosamente a mirar por entre las paredes de piedra y allí entrevimos que
había un grupo de cinco o seis chicos de nuestra edad rodeando al Peliblanco.
Así que empujamos una puerta de madera entornada que daba a la calle y nos
metimos dentro.
Al principio no sabíamos qué
ocurría. Los chicos estaban en
semicírculo rodeando al Peliblanco que estaba de pie frente a ellos y todos
guardaban un silencio absoluto.
El Peliblanco estaba rojo, quizá
por el sol que le pegaba en la cara y tenía los ojos cerrados, aunque a veces
los abría y lanzaba alrededor unas miradas extrañas.
Cuando por fin nos acercamos y
miramos nos dimos cuenta. Delante de mí estaban Chema y el pequeño Agus, así
que yo lo vi todo muy bien porque este último me tapaba muy poco.
El Peliblanco estaba ya
terminando. Tuvo como un estremecimiento y luego nos miró a todos, uno por uno,
sonriendo, mientras se buscaba un pañuelo en el bolsillo.
- No ha estado mal, ¿verdad,
chicos?
Nosotros no sabíamos qué decir.
Él se acabó de limpiar, se arregló un poco el pantalón y salió de nuevo a la
carretera rompiendo nuestra fila, como si fuera un torero de los que yo veía en
la tele, en olor de multitudes.
Todos los demás salimos también
en silencio a la calle. Estábamos anonadados. Como si, de repente, se hubieran
descorrido los visillos y nos hubiéramos encontrado un paisaje que no habíamos
visto nunca.
Yo iba con Julián y ninguno de
los dos nos atrevíamos a decir nada. Junto al olmo de la plazuela estaban dos
chicas de nuestra edad: Dorita y Conchi, que nos dijeron cuando llegamos a su
altura:
- Estábamos pensando esta
tarde en jugar al pañuelo. ¿Vais a
venir?
Nosotros las miramos como si
fueran marcianas. No les dijimos nada y debieron vernos tan blancos y tan
pálidos que tampoco insistieron.
Pero la vida continuaba. Cuando
llegamos a mi casa, mi hermana Tere estaba en la puerta. Parecía muy contenta,
casi eufórica.
- ¡Germán, ven! ¡ He recibido
carta de Pili! ¡De Madrid!
Y entonces Julián y yo
empezamos a pensar en otra cosa. En aquella imagen un tanto brumosa, pero
también brillante y hasta fantástica, que resumía nuestras ideas y pensamientos
que rodeaban a aquella mágica palabra, al nombre de aquella gran ciudad.
Hoy he leído
en el periódico que más de la mitad de los anuncios que ponen diariamente en la
tele tienen un contenido sexual. Que se utilizan las formas de los
objetos, la música, los fragmentos del
cuerpo de hombres y mujeres que se exhiben y
hasta los colores, para despertar a esa fiera interna que todos llevamos
dentro a la que llaman libido. Pero no
directamente, porque hay reglas y códigos legales que hay que respetar, sino de
una forma subrepticia y oculta, para inclinarnos, sin que nosotros nos demos
cuenta, a comprar todo aquello que nos quieren vender.
También he
leído que más del 80% de las visitas y búsquedas que se realizan en internet son a páginas de
contenido erótico o directamente pornográfico, que están disponibles para
cualquier persona, de cualquier edad, que sepa encender un ordenador.
Hoy, con lo que
está cayendo, pongo en su debido lugar al Peliblanco. Un chico primitivo e
inaceptablemente exhibicionista, sin duda. Tal vez lo único que pretendía no
era vender nada a nadie, sino quizá, solo, demostrar, con orgullo y
directamente, eso sí, y ante una
audiencia inapropiada, eso también y, por ello,
absolutamente rechazable, lo que él ya era capaz de hacer con su cuerpo.
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