Hoy he comprado los billetes. Será a mediados de julio, en plena estación de las lluvias. Como antes, como siempre... Aunque ya hacía ocho años que no iba. ¡Cuánto ha llovido ya desde entonces...! Cuando escribía desde allí...
Llueve
sobre la isla de Xianggang, a la que también llaman Hong Kong, llueve y llueve
sobre el estuario del Río de las Perlas, llueve sin cesar sobre su bonito
nombre, las perlas evocan a las personas la belleza, pero las perlas nacen del
sufrimiento. Llueve sobre el dolor de los moluscos, de las ostras ancestrales
que en las profundidades de las aguas van recubriendo de nácar, en silencio y
con dolor, ese objeto extraño que las hiere, que ha penetrado haciendo estragos
en su interior, en su vida. A lo mejor la vida de los moluscos es como la vida
de los hombres, que crían en su interior los más bonitos tesoros a partir del
dolor y del sufrimiento.
Llueve
sin parar sobre la Tierra de los Nueve Dragones, a la que también llaman
Kowloon, llueve sobre sus barcazas en las que echan raíces los nenúfares de la
miseria, llueve sin misericordia sobre los hombres que viven en ellas, que
orinan directamente sobre el mar y duermen acunados por la zozobra de su
oleaje, llueve y llueve sin fin sobre aquellos que nunca encontraron la tierra
firme bajo sus pies.
Llueve sin descanso sobre el pico de
Lantao, que es la montaña más alta en muchas millas a la redonda y llueve
también en el pico de la Victoria, la victoria de unos siempre supone así mismo
la derrota de otros, desde el pico de la Victoria se domina toda la isla de
Xianggang, a la que también llaman Hong Kong, y las aguas de la lluvia bajan
rápidas por sus torrenteras hasta el mar, sin apenas detenerse. Dicen que
siempre llueve donde hace falta. No es verdad, no es verdad. Las tierras de
estos contornos no aman a la lluvia, no se dejan penetrar por ella porque no
tienen capa freática en el subsuelo y entonces el agua se desliza sobre ellas
sin fertilizarlas. Son como moluscos, como ostras que cierran sus conchas a cal
y canto para que nadie penetre en su interior y así evitar el dolor y el sufrimiento.
Con el dolor y el sufrimiento a veces se conforman las mejores perlas, de
infinitas capas de nácar, que luego lucen en el esbelto cuello de las mujeres
hermosas, o simplemente ricas.
Llueve
como siempre, como toda la vida, en el barrio de Wan Chai, llueve sobre sus
discotecas y sobre sus bares, llueve sobre sus karaokes, llueve sobre las
muchachas filipinas, sobre las jóvenes de la China continental, llueve sobre
las chicas de Tailandia, de Vietnam, de Laos, de Birmania o de Camboya, llueve
sobre sus sueños rotos, sobre sus monederos vacíos, sobre sus cigarrillos y sus
ojeras de la madrugada. A veces un blanco se encapricha de alguna, a veces un
amarillo aburrido busca un último aliciente para pasar la noche y a la muchacha
le brillan los ojos de una manera especial cuando se suben juntos a la limusina
que les llevará a Victoria Peak, desde donde se divisa toda la bahía y también
Kowloon, la Tierra de los Nueve Dragones. A lo mejor a la muchacha le esperan
caprichos extraños, tormentos indecibles, pero nunca olvidará la vista de la
bahía, las luces de los rascacielos, a través de los visillos de la habitación
de una mansión desde la que se toca el cielo, desde la que puede mirar, desde
arriba, el barrio de Wan Chai que amanece, a sus pies, entre la lluvia.
Llueve sobre las islas de Cheung Chao, de
Lamma, de Lantau y de Peng Chau, llueve sobre las islas de Tung Lung, de Chep
Lak Nok y de Po Toi. Llueve sobre la vida sencilla de los pescadores, sobre sus
redes remendadas una y otra vez, llueve sobre los rotos de sus almas que no se
zurcen jamás. Llueve sobre el templo centenario de Man Mo y llueve sobre los
hijos de Dios que claman consuelo y compañía desde que el mundo es mundo.
Llueve sobre las fiestas del pueblo llano, que pone unos nombres hermosos a
esos señalados días, llueve sobre la fiesta de la luna llena, sobre las fiestas
de las doncellas, también sobre la fiesta de las linternas y del nuevo año
chino, llueve y llueve sobre la fiesta de los paños, también llamada de la
abundancia, llueve sobre la fiesta de las barcas dragón que conmemoran la
honradez y el heroísmo de Qu Yuan y llueve también sobre la fiesta de Tin Hau
que provee de abundantes peces.
Llueve
sobre el Hotel Península, con diez Rolls Royce aparcados en su puerta, o tal
vez más, llueve sobre sus discotecas y restaurantes, donde los hombres socios
del Jacky Club o del Z Association Club of Hong Kong, exhiben a sus mujeres que
compiten entre sí por el brillo de sus joyas. En los urinarios del Restaurante
Felix, estos hombres se bajan la cremallera y mojan con toda la fuerza que
pueden el cristal que una cortina de agua recorre sin cesar. Mientras descargan
en él todo su poder pueden contemplar, a través de la cristalera, y enfrente de
ellos, el skyline de la ciudad, las luces de sus rascacielos, el ferry que va y
viene entre Hong Kong y Kowloon, el rizado de las aguas y la lluvia que llueve
y llueve como siempre, como toda la vida. Ellos lo saben y por un momento se
sienten felices, pero sobre todo seguros. Las cosas son como son, como siempre
han sido y como siempre serán. A veces sienten un miedo difícil de explicar y
vuelven la cabeza hacia atrás. Pero nadie los sigue, los hombres del pueblo
llano siguen siendo un dócil rebaño. Así que respiran hondo y se suben la
cremallera con parsimonia, sus guardaespaldas por si acaso están al otro lado
de la puerta armados hasta los dientes.
Llueve
en estos contornos desde que el mundo es mundo, llueve a capricho desde que
existen los monzones, que nacieron en el lugar donde nace el viento, muchos
años antes que los hombres. Llueve sobre la salud y la enfermedad, sobre el
ying y el yang que son los polos opuestos que gobiernan la energía de la vida,
llueve sobre los hombres y las mujeres, sobre la luz y la oscuridad, sobre el
Sol y sobre la Luna, sobre el bien y sobre el mal, llueve así desde el
principio de los tiempos, llueve sin fin y sin remedio, llueve desde entonces,
llueve y llueve sin descanso hasta el juicio final.