LA FABRICA DE LOS SUEÑOS
Entonces vinieron los cómicos. Yo tendría cuatro
o cinco años. Vinieron con un pequeño
circo, qué se yo, dos leones famélicos, tristones y cuatro monos pizpiretos
. Y aquellos payasos, calzados con
zapatones, que se tiraban las tartas a la cabeza. Llegaron en un camión enorme,
de catorce ruedas, que nosotros las contamos, una por una, varias veces,
corriendo a su alrededor.
Yo llevaba sin dormir varios días, o durmiendo mal,
quiero decir, preso de emociones y excitaciones sin cuento Pero aquello del circo solo me dejó un poso
de pena enjaulada, junto a los leones marchitos, y un deje de tristeza exhalada por los ojos
brillantes de los payasos, maquillados
de hambruna y desesperanza.
No sabía yo que
la niñez, como la vida, era un desencanto permanente. Del que te recuperabas, entonces, eso sí, casi de inmediato. Con una nueva ilusión, con
la que inaugurabas el mundo de nuevo, y la alegría, llena de luces, colgaba,
otra vez, de los balcones de tus pupilas, tintineando como las campanillas de
los caballos trotones.
Así que cuando, ya de noche cerrada, entramos en el
salón del Ayuntamiento, el más grande del pueblo, y nos sentamos en aquellos
bancos de madera, lo hicimos con el corazón expectante, mientras mirábamos
fijamente a aquella pared blanca, sobre la que huían, atónitas, las arañas.
Entonces apagaron las bombillas y un chorro de luz inundó
de color y de música aquella enorme pantalla de yeso blanco. A pesar de todo el
tiempo transcurrido, de todas las ilusiones, de todos los desencantos, todavía
me queda, adentro, aquella magia. No hay nada que me gustaría más que saber el nombre de aquella película, que no he
vuelto a ver, por mucho que lo he intentado y ya no sé dónde buscar.
Había una
pradera de un verde reluciente y extraño
y una vaca con dos terneros tumbados en ella, durmiendo al sol. Entonces
apareció una niña de cabellos dorados y vestido rojo, la niña más guapa del
mundo. Tanto, que miré hacia atrás, al proyector, para buscarla entre las
estrellas de polvo suspendido. Cuando
regresé, enamorado, a la pantalla, un indio en un veloz y gigante caballo,
portaba en la grupa a la niña, que me miraba, pidiéndome ayuda, con el terror y
la esperanza pintada en sus ojos azules.
Nunca la he
olvidado. Y nunca la olvidaré. Después
de todos los años que soñé con ella. Todavía, cuando veo una del Oeste, ya casi
no las ponen, por un momento aparece el
caballo veloz que me la trae de vuelta. Pero ya sé que solo es un instante y que
nunca vuelve.
Por eso, esta
mañana, cuando nos hemos reunido, por primera vez, para la lectura técnica del
guión, en un salón de la Casa de Guadalajara en Madrid, me ha recordado aquel viejo salón del
Ayuntamiento de mi pueblo alcarreño. Y
he aprendido, junto a un elenco artístico y técnico de primer nivel, lleno de
premios, cómo se ponen los ladrillos,
uno a uno, para construir la fábrica de los sueños.
El
cortometraje se llamará “Victorita, Victorita…” y queremos que sea una primera
presentación del proyecto de la película “El día que fuimos dioses”, cuyo guión
ya está prácticamente terminado también .
Hoy he
visto, más cerca que nunca, a mi chica
de los cabellos dorados. Sé que se
esconde al otro lado de la pantalla, en la factoría donde un puñado de
profesionales, mezclan los colores en la
paleta mágica, que es como una pradera,
reluciente y extraña, donde se acunan
nuestros sueños.
Francisco Rodríguez Tejedor
/www.eldiaquefuimosdioses.blogspot.com