Recuerdo, de niño, cuando salía al campo de La Alcarria. En el tiempo de
la siega. Que doraba los campos de un oro y amarillo furiosos, infinitos.
Y, a veces, me tropezaba con las
chicas y las mujeres por los caminos polvorientos. Eran como momias egipcias, vendadas de
arriba a abajo, cubiertas de blanco, excepto los ojos, misteriosos y oscuros. Como pozos hondos en el interminable horizonte
quemado, abrasado por el sol.
Entonces a las mujeres les gustaba la blancura en agosto. Como a las
japonesas en todo el año. Quizá sabían, o intuían, lo que una vez dijo el maestro: Una mujer
blanca y sin ropa, está doblemente desnuda.
Hoy me atorro, como todos, en una playa del Levante. La verdad es que el
solazo frente al vaivén de las olas tiene su encanto. Esa dejadez, esa laxitud
compartida, ese dominio absoluto del rey sol casan a la perfección con ese
estado de ánimo que nos ofrecen los largos agostos aburridos y divertidos a un
tiempo. Aburridos por el día y por la noche, ¿quién sabrá?
Y
las chicas se doran, se fríen al sol, vuelta y vuelta. Desconociendo, o tal vez
no, que lo mejor siempre será ese espacio blanco y doblemente desnudo entre
tanto marrón de quemazones y potingues.
Pero uno aprendió hace tiempo que no se pueden, ni se deben, imponer los
paisajes. Ni exteriores, ni interiores.
Sino adaptarse a ellos. Formar parte de los
mismos como una pieza más del puzzle en
el que agosto nos engulle a todos.
Porque es el tiempo del rey sol. En el que todo quisqui claudica,
excepto que esté a la sombra o enchufe
el “Air conditioning”.
Y piensa entonces, fresquito, cuánto calor
debían pasar mis paisanas de La Alcarria, o las japonesas, entre otras, por
lucir blanquitas. Por renunciar a inclinar la cabeza ante el rey sol.
Y
yo me meto y salgo del agua, cada dos por tres.
Y luego vuelvo a la sombrilla. Porque soy de los falsos morenos a los
que el sol les sienta mal. Y no se doran ni aunque los lleven a la hoguera de
la Santa Inquisición.
Como
mucho se van poniendo rojos como un tomate. Quizá es que a uno no le gusta
arrodillarse. Ni ante el rey sol. Ni ante la madre que lo parió. Agosto,
agosto…
Había una canción que no sé si recuerdan: Cuando llegue septiembre, todo
será maravilloso… Pues eso.
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