EL CLAXON: Capítulo IV
Un lujoso coche se deslizaba suave y
silenciosamente por la noche. Sus potentes faros abrían la oscuridad que caía
sobre aquel camino de tierra por el que transitaban.
El Mercedes del hotelero era como un
sigiloso barco buscando fondear en la más apartada cala.
Dentro del coche, don Lorenzo había
atraído a Laura junto a sí y pasaba su brazo derecho por los hombros de la
muchacha. Iban así, engarzados, con sus cabezas casi juntas, como si pilotaran
ambos su destino que se adentraba en la noche.
Era curioso pero Laura seguía viendo lo que
ocurría en el coche como si estuviera fuera de él. De igual manera que le había ocurrido en el
restaurante. Como si mirara al interior a través de una de las ventanillas del
vehículo.
Y desde fuera se veía, en una escena
también sin sonido, cómo hablaban, con frases cortas y chispeantes. Cómo se
reían. Sí, se susurraban cosas picantes, llenos de complicidad. Luego se
besaban en la boca, mientras el Mercedes reducía más y más la marcha, hasta
casi pararse.
Aunque luego la retomaba, de repente, con
más velocidad, como si quisiera ya arribar a su destino.
Y el coche llegó a un mirador natural que
se elevaba unos metros sobre el lago del pantano. El restaurante también tenía
unas vistas sobre el lago. Pero eran éstas más lejanas, desde el otro lado de
un paseo iluminado.
El Mercedes giró para entrar en el espacio
del mirador y apagó las luces de posición. Allí el Mercedes parecía más barco
que nunca, casi flotando sobre aquellas aguas dormidas, iluminadas de forma
tenue sólo por los rayos de luna.
Enfrente del coche, abajo y, desde allí,
en lontananza, se mostraba el lago del pantano, como una alfombra de grises, de
platas y de negros que se fundía con la oscuridad en la distancia, ofreciendo
una vista bellísima a la luz de la luna, aunque un poco siniestra también.
Sí, las aguas del pantano, tenían un doble
efecto: ofrecían a quien las miraba, a Laura, aquella belleza llena de
perfección, pero también de frialdad y misterio que le impactaba a la muchacha
y luego le sobrecogía el alma. Se la llenaba de escalofríos y de difusos
temores pero, también, y en contrareacción a esto último, le apetecía
permanecer allí, en el refugio cálido del habitáculo del coche, oliendo a piel
curtida y a madera de raíz. Y también a aquella colonia varonil que se mezclaba
perfectamente con ambas.
Hacía calor allí dentro. O, tal vez, no
era calor exactamente sino más bien
pasión. Pasión al rojo. Un mundo de susurros y jadeos, solo levemente
amortiguados por aquella música lenta y machacona, a veces romántica y a veces
violenta, con aquellas letras en francés cantadas por aquella voz tan sensual
como ebria.
Laura estaba a horcajadas encima de los
muslos de don Lorenzo en el asiento del conductor. Tenía la ropa revuelta, con
la blusa desabrochada y la falda enrollándosele por la cintura. La correa del
pequeño bolso seguía cruzándole el pecho en bandolera como una prueba de las
urgencias de la pasión, cuando embisten de lleno.
Sí, la pasión los mostraba a los dos
jadeantes y moviéndose ya
vertiginosamente. A sacudidas eléctricas y aceleradas.
La negra melena de Laura estaba
absolutamente despeinada y revuelta y le cubría toda su cara. La boca de don
Lorenzo también se perdía en ella, buscando quién sabía qué secretos guardados
entre su cuello y su oído. O, tal vez, solo le susurraba aquellas extrañas
palabras en francés, de aquellas canciones exóticas que Laura no había
escuchado antes jamás.
En el clímax de aquella fiebre, don Lorenzo
levantó sus manos y agarró con ellas el cuello de Laura, como si ya éste fuera
su único asidero en aquel vaivén enloquecido. Lo apretaba con todas sus
fuerzas, como si quisiera capturar aquel latido de vida que corría por él. Y
eso le enloquecía todavía más.
Porque Laura se revolvía entre sus brazos
sintiéndose ahogar.
De repente, don Lorenzo separó su cara de
la de Laura y apretó su garganta contrayendo todos sus músculos, en un esfuerzo
descomunal, mientras aparecía una expresión de perturbado en su rostro
congestionado y lleno de frunces, pero también desencajado por el placer.
- Zorra, zorra… que eres una zorra… ¿Te
gusta el mirador? ¿Dime, te gusta el mirador…? - musitaba extasiado.
- Zorra, mi zorra… que eres tú mi zorra… -
repetía una y otra vez sin dejar de apretar todo lo que podía.
Laura
intentó soltar de su cuello las manos de aquel hombre, pero éstas
eran como verdaderas garras sobre su
presa. Ella se revolvía sobre los muslos de don Lorenzo buscando desasirse de
aquel mortal abrazo. Y ello encorajinaba y excitaba todavía más a don Lorenzo.
En uno de estos movimientos, el bolso
quedó aprisionado entre las nalgas de
Laura y el volante. Era un pequeño bolso en el que la muchacha no llevaba
apenas nada, aparte de su teléfono móvil.
Entonces Laura sintiéndose ahogar, echó
sus manos hacia atrás en un último
esfuerzo por encontrar algo con lo que pedir ayuda. Se topó con el volante y a
continuación empez ó a pulsar el claxon
con todas sus fuerzas. Como si pudiera gritar con él todo lo que
enmudecía su garganta.
-¡¡Poooo!!! …¡¡¡Pooooo!!!... ¡¡Poo…
Pero don Lorenzo no se lo permitió por
mucho tiempo. Apretó todavía con más fuerza, con toda la que era capaz en aquel
momento, estrujando entre sus manos el
casi ya rendido cuello de Laura, mientras se convulsionaba, con una cadena incontenible
de estremecimientos, bajo los muslos de la chica.
- Zorra, zorra… que eres una zorra…
Y se hizo el silencio.
Por fin, don Lorenzo, exhausto,
satisfecho, apartó de encima suyo el cuerpo de Laura, con una mueca de desprecio,
como si le repugnara ahora su contacto, un contacto tan íntimo, empujándolo con desdén al asiento del
copiloto.
Allí quedó la muchacha, como un juguete
roto, aparentemente muerta o, al menos, sin sentido, con los ojos terriblemente
abiertos y una expresión de terror y de incredulidad, o tal vez fuera solo
asfixia, en ellos.
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