He recuperado esta vieja foto de cuando yo tenía diecinueve o
veinte años, al hilo de un reencuentro con una compañera de aquellos tiempos. Por aquella época, el antiguo Banco de Bilbao,
donde yo trabajaba, lanzó a los cuatro
vientos: “El Banco de la Mujer”. Pero no por ninguna ocurrente campaña de
marketing, sino porque, por primera vez en la historia de España, se permitía a
la mujer tener abierta a su nombre una cuenta bancaria. Hasta entonces
necesitaba también la firma del padre, si estaba soltera, o la del marido, si
se había casado.
Hoy todo esto nos parece como si habláramos de las colonias. Pero
no fue hace tanto. Bien lo saben todas aquellas mujeres que sufrieron hasta
entonces la esclavitud económica.
El tiempo pasa. Que es algo terrible, pero también
maravilloso, para la vida de cualquiera.
Yo no tengo ya veinte años, sino veinte arrugas más, pero, también, en
compensación, un hijo que tiene ahora, precisamente, veinte años.
El tiempo es el carburante del progreso, que se alimenta de aquel
y de la inteligencia y también de la
justicia, que siempre es lenta y no suficiente. Por eso la máquina del progreso
tira y tira de la locomotora del tiempo y de la vida, en pos de un futuro mejor
y más justo.
Para mí, en el siglo pasado el acontecimiento más importante, y
con diferencia, fue la revolución de la mujer que continúa todavía con
virulencia hasta hoy. Donde todavía no se ha alcanzado la igualdad, ojalá no se
llegue a la uniformidad, pero se está avanzando mucho y está en puertas.
En este siglo presente la revolución será la del hombre. La del
nuevo hombre. Junto con la de una paternidad compartida y responsable, en la
que previsiblemente el papel de la mujer, inclusive físicamente, por los
adelantos técnicos, se reducirá.
Habrá que encontrar nuevos equilibrios. Y mantener, al mismo
tiempo, la atracción por lo diferente. Por los ángulos y contraángulos que
aporta cada cual en la pareja.
Ese será, fundamentalmente,
trabajo y objetivo de los chicos y chicas que hoy tienen veinte años. A ellos
también les cogerá en volandas el tren del progreso que, además, con las nuevas
tecnologías, más que correr volará vertiginosamente.
Pero también a los demás, que no podremos escaparnos ni escabullirnos
a pesar de que, en pocos años, hemos
visto ya pasar tantas cosas. Y, de alguna manera, hemos contribuido a ello. A
que pasaran.
Y esa es nuestra suerte y
también nuestra carencia. Haber aportado al progreso nuestro buen hacer y
nuestra inteligencia y, también, desgraciadamente, tener que lamentarnos por
habernos quedado todavía a medio camino en muchas cosas.
Por ello tiene también
sentido el tiempo que nos queda, para seguir empujando el tren del progreso y,
cuando nos falten las fuerzas, orientar con nuestro ojos, ¡que han visto tanto!, a los que ya poseen toda la energía para conducir los tiempos
nuevos.