domingo, 23 de julio de 2023

EL MUNDO DE LA MILI. EL FIN DE LA INOCENCIA.

 



EL MUNDO DE LA MILI. EL FIN DE LA INOCENCIA.


(Avanzo el último capítulo escrito, esta misma mañana, para mi nueva novela "Lejos del sauce curvo")

Volví a casa de mi viaje y la vida seguía. Y la muerte también. Apareció como un zarpazo premonitorio de aquel año negro que me esperaba. Mi abuelo Joaquín murió de repente y dejó a mi abuela Leonor sumida en la soledad, todos sus hijos estaban en Madrid. 
 
Quisieron traerla y que viviera con ellos, un par de meses con cada uno de sus tres retoños. Pero ella prefirió permanecer en El Sauce Curvo. Allí había nacido, se había casado con un chico de allí, el abuelo Joaquín era su vecino de calle, allí había tenido a todos sus hijos y había cuidado de todos sus nietos. Arrancarla del pueblo era arrancarla de su hábitat de siempre.
 
A partir de ahora su vida sería un manojo de ausencias. Pero también de recuerdos. Sus personas queridas ya no estaban a su lado, pero todo lo que miraba y tocaba le traía recuerdos de ellos. Todas las tardes se daba un paseo desde su casa, en la carretera, hasta el cementerio, al final de la Cuesta de San Roque. Allí hablaba un rato con su marido Joaquín, el único hombre que había habido en su vida, desde que un día este se fijó en ella, cuando solo tenía catorce años y él dieciséis. Luego iba a la tumba de sus padres, limpiaba la lápida y se llenaba el pecho de fragancias de su niñez.

Nunca salió en su vida de El Sauce Curvo, y ojalá no tuviera que salir. Solo esperaba que un día, cuando Dios dijera, se mudara desde su casa en la carretera a esta pradera verde del cementerio, silenciosa y soleada que, para ella, era otro barrio más del pueblo, en el que vivían ya muchos de sus seres queridos. 

Sí, aquel mundo de la abuela Leonor, ¡era tan diferente al que nos tocaba vivir a sus nietos en la gran ciudad!, en aquel Madrid gigantesco que devoraba a sus habitantes haciéndolos irreconocibles, huérfanos de su terruño y de sus simples principios de vida. Aquella era la ciudad de la complejidad, de la ambición y de la confusión. Yo a veces echaba de menos la sencillez, la hondura y la autenticidad de vidas como las de mis abuelos Joaquín y Leonor.

Pero ellos habían vivido sus vidas de la forma que habían sabido, querido y podido, como todos, y ahora nos tocaba a nosotros enfrentarnos a las nuestras. Eso es lo que me dijo mi abuela Leonor:

–No te preocupes por mí, Germán. Voy a vivir como deseo. Tú deberás vivir como te marca tu tiempo, que es muy diferente a como fue el mío. Pero no te olvides nunca de tus raíces, de todas las personas que un día te quisimos. Eso, lejos de distanciarte de tu tiempo, te acercará a él, pero con asideros firmes. Te lo aseguro.

Qué sabias palabras las de mi abuela Leonor. Pero hoy me levanté triste, porque me toca escribir sobre una época dolorosa y confusa de mi vida. Aunque también hubo momentos luminosos en ella, momentos divertidos y llenos de vida. 

Tuvimos la despedida de quintos. La pandilla de Sace nos juntamos y nos dieron un fiestón a Dani, que se marchaba a Córdoba, y a mí, que me marchaba a León. Fue como una despedida de soltero, antes de casarnos con el ejército. Había un aire de cambio de etapa, en muchos trabajos de entonces te preguntaban cuando aplicabas para un puesto:

–¿Ha hecho usted la mili?

Cuando la habías hecho, se añadía a tu currículo un poso de madurez, de adultez, de seguridad y seriedad que antes no tenías. Por ello había que celebrar el inciar esa etapa. Y eso es lo que hicimos por los bares y tascas del centro de Madrid. Agarramos una cogorza monumental y agotamos la noche cantando abrazados por las calles. Hasta entonamos el “Adiós con el corazón” que reservábamos para las grandes ocasiones etílicas.

Unos días antes de incorporarme a filas me llamó Martuqui. Hacía casi un año que no la veía, pensaba que ya se había ennoviado y todo, conservaba en su agenda la fecha de mi ingreso en el ejército.

–Hola, mi soldado, ¿creías que ya te habías olvidado de mí? –me dijo cuando me llamó.

–Pero, Martuqui, qué alegría. Si pensaba que ya estarías preparando tu boda.

–Menos lobos, caperucita, que ya hace dos meses que no salimos.

Nos vimos y fue igual que siempre. Tenía la virtud de hacer que el tiempo no pasara entre nosotros. Era capaz de mantener algo fresco y novedoso en nuestra amistad, que la dotaba de una consistencia que superaba los largos periodos de ausencia.

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