POR TIERRAS DE MAMMAS, PADRINOS Y VOLCANES.
Desde hace un tiempo el escritor decide el destino de sus viajes de una forma intuitiva, tomando en cuenta no más de dos o tres argumentos. En este caso, Sicilia, porque buscaba tiempo cálido para estas fechas y porque Italia nunca le defrauda.
El gran Etna les esperaba a la defensiva. Majestuoso en la lejanía, a medida que se fueron acercando, se fue poblando de nubes disuasorias. El funicular era un hilo colgado en la niebla y los 4x4 dormían aparcados por falta de visibilidad. Ya, cuando se marchaban, desaparecieron las nubes como habían venido y el volcán les regaló una de sus frecuentes fumarolas. Cuando se enfada con los agricultores que se atreven a cultivar sus fértiles laderas, les lanza sus particulares gruñidos, más de una docena en los últimos años y estos abandonan asustados sus viviendas, dejándole, eso sí, una botella de vino en la mesa. En señal de mistad, nos dicen. De momento ha funcionado, pero quién sabe el lenguaje de los volcanes.
Taormina es un soplo de aire fresco, al escritor no le impresiona su circo, pero sus callejas y sus vistas sobre un mar luminoso y verde no tienen par. En la Piazza del Mirador el escritor querría instalarse para escribir y leer lleno de esa paz primigenia que destila, mientras se pasa la tarde y quién sabe si la vida entera.
Comen en El limoneto, una posada sin rótulo perdida en la campiña siciliana, rodeada de naranjos, olivos y limoneros, donde el escritor degusta una caponata sin par. Sicilia le sorprende con unas verduras de primera, tanto como su paisaje, verde como el de Galicia, en esta época. Rematan con un licor de pistacho, solo un culín no mayor que un dedal, rápido entienden por qué, cuando sus setenta grados se escurren, cauterizándolo todo, gaznate abajo.
Llegan a Palermo. Al escritor le golpea su historia reciente. Fue machacada en la segunda guerra mundial, como punto de desembarco de las tropas aliadas y luego, en las décadas posteriores, estuvo bajo los tentáculos de la corrupción y de la mafia. Todavía hoy, es una vergüenza, pueden verse desconchones en los edificios, por la adulteración en los materiales, uno de los muchos vestigios del “saqueo de Palermo”.
Pero al escritor también le conmueve ese grupo de gente, por una vez no de los de abajo como casi siempre, que se levantó como una ola gigantesca contra la opresión del miedo y las pesadillas. Gente como el general de los carabinieri Carlos Dalla Quiesa, el Presidente Regional de Sicilia Piersanti Mattarella, el sacerdote Pino Puglisi y los jueces Falcone y Borsellino, que pagaron con su vida, al enfrentarse a la Cosa Nostra. Nos cuentan que, en su homenaje, se plantó un bosque de olivos, cuyo aceite enciende,hoy, las velas de todas las iglesias sicilianas.
Más allá de estas cicatrices, Palermo es un jardín de arte y de cultura de primer nivel. Siete monumentos son Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Al escritor le impresionan los mosaicos de la catedral de Monreale y de la Capella Palatina. Palermo, y Sicilia en general, conserva muy bien, la influencia de todos sus conquistadores: cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, normandos, austríacos y españoles (primero los aragoneses y luego ya como España, durante 600 años, que se dice pronto).
Solo por el paseo por el Valle de los Templos de Agrigento, hubiera merecido la pena este viaje. Lo recorren al atardecer y con las primeras luces de la noche. La guía, Donatella, habla como Raffaela Carrá, llena de entusiasmo, y no es para menos. Patrimonio de la Humanidad, es una acrópolis griega a la altura de la de Atenas. Allí, el escritor aprende, o recuerda, en la voz de la mamma Donatella, que cementerio significa dormitorio. Una palabra amable para ponerse a bien con la muerte, quizás toda la vida sea al final, solo eso, discurre, rodeado de historia.
Tras este clímax el escritor trata de recuperarse en la medieval Erice, en la joya de Ragusa, también Patrimonio de la Humanidad o en la estrella del barroco siciliano, Noto.
Llegan a la gran Siracusa, una de las capitales de la antigüedad, ebrios de historia y de arte, allí, otra ciudad Patrimonio de la Humanidad, el guía, con buen criterio, para oxigenar, les ofrece una excursión en barco. La mujer del escritor les tiene un gran respeto a los navíos y no se apunta. Acierta otra vez: el barco resulta ser poco más que una chalupa, no llega a patera, la docena y media de turistas, de los 45 del grupo, que se echan la manta a la cabeza, son distribuidos en tres palanganas flotantes, con una especia de gondolero a la cabeza, eso sí, con motor de gasolina.
La marea está alta, los ojos del puente que cruza el puerto están a menos de un metro del agua, así que el escritor cierra los ojos y se tumba junto a los otros pasmados compañeros, para no descrismarse contra las arcadas, mientras el mar los cala con cien salpicaduras. En fin.
Llegan a la gruta y entran con la chalupa en ella. No está mal, para alguien que no haya entrado en la Cueva de los Azules de Capri, claro. Pero los dieciocho pateros están tan felices de acabar la travesía que darían saltos en las tres chalupas, si no volcaran. Pasmados, observan cómo sus tres capitanes preparan el fin de fiesta. Juntan las tres barquitas en medio del mar, frente al puerto, y descorchan tres botellas de un champán que sabe, cuando lo pruebas, como la sidra del Gaitero. Cuando se están apenas recuperando, ponen a todo volumen la canción de la Macarena y les animan a bailar al ritmo de los Del Río y al de la zozobra del mar. Hasta una roca en los arrecifes que llaman “El gorila” por su gran parecido con el simio, piensa el escritor que se chotea de ellos, viendo el espectáculo. Él solo desea que ninguno de los vídeos que se están grabando lo recojan a él de frente y alguien pueda reconocerle de esta guisa.
Menos mal, que Catania, a la que hicieron capital los aragoneses, les espera para una última noche reparadora. Se despiertan y el Etna les despide majestuoso. Cuando el avión lo cruza, puede ver desde lo alto, la gran caldera del monstruo dormido.
El escritor cierra los ojos, el cielo, rabiosamente azul y dorado, le atraviesa los párpados y llena su interior de tantas resonancias griegas, cartaginesas, romanas, bizantinas, árabes, normandas, austríacas, españolas… que piensa que la cabeza le va a estallar. Sicilia, Sicilia…, esa vieja desconocida, donde a los españoles nos conocen y nos aman tanto. Tierra de mammas, de padrinos, de volcanes…, su gente es sufrida y amable, como pocas, en ambos aspectos. Lo que ofrece, le habla el corazón al escritor, ha merecido mucho la pena.