lunes, 14 de julio de 2025

LA LITERATURA Y LAS PLANTAS DE MI TERRAZA

 



Hoy,  mientras me conjuro para arremeter contra mi novela, que me está dando muchos quebraderos de cabeza, riego como siempre las plantas de mi terraza. Es un rito que tiene ya muchos años. De hecho, ellas son el punto de inflexión que, un día, me hizo descubrir la literatura dentro de mí. Escucho este Wide  Open de los Chemical Brothers, que tienen un vídeo que me gusta mucho y me viene al pelo: cómo llegar a tu esencia:  https://www.youtube.com/watch?v=BC2dRkm8ATU.

El cómo llegué yo a la literatura lo cuento en Regreso al Sauce Curvo, una novela que no es tan autobiográfica como parece, aunque sí que tenga retazos como este:

Salí a la terraza. A regar las plantas. Las plantas eran una cosa mía, yo las regaba cuando volvía todas las tardes, más bien noches, de trabajar en el banco. A mayor ascenso más trabajo. Román Letona, cada vez más workaholic, nos apretaba de lo lindo.

Pero a mí me relajaba regar las plantas. Llevaba en el bolsillo el papel que había escrito la noche anterior, después de regar. Me lo saqué y lo volví a leer. Decía así:

«EN LA TERRAZA

Las tardes, casi noches, después de regar, contemplo el cielo. Antes, las plantas me han mirado satisfechas, agradecidas. Me ofrecen la sencillez profunda de su belleza verde y amarilla. Aparentemente solo necesitan el agua que yo les doy, qué bien.

    Después, está el cielo infinito que me hermana con las plantas verdes, con esa bandada de vencejos zigzagueantes sobrevolando a la altiva urraca, que los mira sin pestañear desde la antena solitaria. Pero, sobre todo, me une a esa fila de hormigas, que caminan laboriosas y diligentes sobre la balaustrada, persiguiendo no sé qué fin.

Tarde a tarde, noche a noche, busco el cielo para refugiarme y consolarme, y también para compensarme, del fracaso penoso de cada día. ¡Tanta energía gastada en la dirección equivocada!

Alienado por el estrés, enajenado y engañado por todos los señuelos, por todas las trampas, por todas las obediencias que conscientemente asumo, solo en el cielo breve que acompaña mis últimas horas me congracio con la vida. Siento que me uno, gozoso, al latido íntimo que gobierna el corazón del universo, tranquilo, eterno y, sin embargo, tristemente fugaz».


Regué las plantas. Y maduré mi decisión. Me gustaba lo que había escrito. Había algo que faltaba en mi vida. Algo que estaba muy profundo, enterrado entre cien mil cascotes. Y yo ya había descubierto lo que era.

Sí, aquel día descubrí que a mí me gustaba escribir. Siempre me había gustado, de hecho, escribía de vez en cuando, en ratos perdidos: un poema, un relato, que guardaba, luego, por los cajones de la boiserie del salón, o en mi mesilla, y acababa extraviando más pronto que tarde.

Como escribí también aquellos diarios de adolescente, que tanto me ayudaron en mi adaptación a Madrid. Después, cuando mis padres, tratando de orientar mi futuro, me encaminaron hacia la banca, con ayuda de don Braulio, yo ya no tuve opción de hacer Filosofía y Letras, que era lo que en realidad me gustaba, sino lo que tocaba: Ciencias Económicas y Empresariales. Pero, aquel río subterráneo, siempre estuvo allí. Y, ahora, llegaba a mi Barbarija particular. Llamaba con fuerza a mi puerta aquel manantial subterráneo, que ya no quería serlo.

Aquel día, me juré que escribiría un libro entero y lo publicaría lo antes que pudiera. No sabía yo entonces lo duro que era escribir un libro, compaginarlo con un trabajo muy competitivo, y con una familia a la que adoraba, pero, que también, tenía sus problemas que había que gestionar. Me llevaría varios años escribirlo. Pero mereció la pena.


Lo mismo me digo con esta novela. Me cuesta sangre, sudor y lágrimas, pero, merecerá la pena. De veintiún capítulos me faltan cuatro, ya casi voy arrastrándome en estas últimas estribaciones de la cima. ¡Antes de ir a Londres el próximo 25, le habré echado el cierre a este primerísimo borrador! Luego, empezará la parte más importante. ¡Vamos a por ello!


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