La atracción, y por tanto, el miedo a lo femenino no tiene límites. Eso ha sido así desde siempre. Y, quizá, por ello, ese ansia histórica de dominio de la mujer. Que no es sino un escudo defensivo para vencer el miedo. El vértigo a la intimidad, a la comunión con lo diferente, a dejarse apresar por los lazos del abrazo.
El hombre se defiende, sin embargo, tendiendo al chapuzón ligero, en lago plano, sin riesgo, y cada vez en aguas diferentes, buscando ese estremecimiento momentáneo del contacto con el agua fresca.
Tal vez para no enfrentarse a su destino: La profundidad de las aguas que empiezan a cinco metros del brocal del pozo y no terminan nunca, si miras hacia adentro.
Yo miro el cielo estrellado y me encuentro inerme ante él. Como ante los ojos de una mujer. De una mujer que te gusta y te atrae, claro. El eterno femenino. Cosas que no cambian, ni cambiarán.
Como este verano. Que es igual que todos los veranos. Que nos ofrece, de nuevo, un cielo estrellado, lleno de profundidad y de misterio.
Bajo su capa dos amigos hablan de lo que no saben. Aunque les gustaría saberlo. Mientras descorchan una botella de vino que les calienta la sangre. E incrementa la hermandad masculina, que es como una alianza de hierro. que les protege o, eso piensan, de la atracción del pozo. De ese mundo subterráneo y profundo que espera cuando la botella se termina.
Aunque, mientras se acaba, solo existen los lagos de postales suizas. De esas aguas transparentes y calmas, donde es imposible ahogarse de pie.