Para mí los años empiezan como para los estudiantes: en septiembre. Así que hemos aprovechado el verano hasta donde hemos podido. Tras la última semana de agosto, muy intensa: visita de nuestro hijo londinense, dos cenas de cumpleaños, una boda y primera revisión de mi novela, nos hemos fugado, mi musa y yo, unos días a nuestra cabaña de Alicante. A darnos el último baño, despedirnos del verano y prepararnos para el presente curso. Unas fotos de recuerdo para este diario literario y personal:
De boda. Nos falta la cuarta de este año, en octubre.
Mi musa leyendo el borrador de mi novela, ya cayendo la anochecida en la playa.
Invitando a cenar a mi musa, en agradecimiento, en un restaurante de Altea.
Paseando frente al mar por el Albir.
Aterrizados en Madrid, me pongo al día en redes y me meto de hoz y coz con la revisión de mi novela y, sobre todo, seguimos en vilo el paso de los días, deseando que llegue el domingo. Hasta entonces, no sabremos nada de nuestro hijo, apagón informativo total, en su subida al Kilimanjaro, eso es ser joven, tenemos que asumir, enfrentarse a lo desconocido.
Entre tanto, me reconforto con los buenos ratos que hemos pasado este verano, tanto en nuestra visita a Londres, como en la suya a Madrid.
En la sepertina de Hyde Park.
Mostrando las oficinas de Fiera Infraestructure a sus padres en Londres.
Preparado para subir al Kilimanjaro:
Con mi musa en el Puente de Londres.
Después de cenar íbamos a dar un paseo cuando nos embargó el sonido de la música. Nos llegó reverberando entre las columnas, los espejos, el murmullo de la gente deambulando por el lobby del hotel.
Era una música en vivo y, mientras saboreábamos un par de combinados, tú observabas a las parejas que bailaban. En esa noche de alegría, de despreocupación, de vacaciones. Y me apretabas el brazo, como sé que lo haces cuando estás contenta.
La orquesta, quién sabe por qué, me recordó de golpe a la del Titanic. Dentro de no muchos años no quedaría nadie de los que allí estábamos. Dónde iría toda aquella alegría, la complicidad de los cuerpos, las caricias y los besos de todas aquellas parejas, que continuarían, luego, mucho más apasionadas, sin duda, al otro lado de las puertas de las habitaciones. Todo aquel barco se estaba yendo ya a pique, escorándose lentamente hacia el abismo. Los únicos cuerdos debían ser los músicos de la orquesta que tocaban «El último vals» y nunca abandonarían la nave. Estoicos y escépticos, mientras les llegaba el agua a la rodilla.
Sí, sólo quedaría la música de aquella noche en el recuerdo submarino de todos nosotros, pasadas unas décadas. En el silencio eterno que sólo recorren los peces.
Tal vez porque me viste triste, me apretaste el brazo un poco más: «Venga, vamos a bailar».
Sí, al final sólo quedaría la música de aquella noche. La fragancia de tu cuerpo entre mis brazos. Y el susurro de tu aliento en mi oído: «Sabes que te querré eternamente».
Entonces me pareció que el músico del violín sonreía. Yo ya lo había visto antes. Aunque dónde, cuándo.
A veces, pienso que ya he estado en los sitios, que todo es una repetición de algo ya vivido. Por eso me acerqué al músico del violín: «¿Qué es todo esto?».
Él me sonrió de nuevo y se acercó al micrófono: «Y como despedida, esta balada de Celine Lion: “Mi corazón seguirá”».
Sí, al final del final sólo quedará la música.
Y las estrofas que un día llenaron nuestro pecho bailarán entonces en las ondas que producen los peces: «El amor puede tocarnos una vez. Y durar toda una vida. Pase lo que pase, mi corazón seguirá…»
A veces, no sabes por qué, ves a tu pareja, o te ven a ti, llorar de una forma extraña. En una noche llena de alegría, de despreocupación. De vacaciones.
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