Hay profesiones donde, desde el punto de vista del servicio al cliente, cualquier tiempo pasado fue mejor. Se me ocurren así, a vuela pluma: maestro, gasolinero, médico, recepcionista telefónico y, desde luego, librero.
El librero, antaño, no solamente se leía sus libros, los reconocía hasta por el olor. Se tomaba un café con los escritores y pulsaba su próxima obra, la calidad de su aliento. Conocía los gustos, y hasta los matices, de la afición de sus lectores, a los que atendía con el cariño, y la perspicacia, del antiguo boticario, disfrutando de la alquimia de sus infusiones y preparados.
Hoy el médico es, muchas veces, un mero tramitador de volantes a los especialistas, que no mira ni al enfermo mientras teclea en el ordenador. Y qué decir del maestro, permitiendo que sus alumnos se maten en los pasillos, sin involucrarse, porque él solo enseña matemáticas. El gasolinero ya solo es un busto parlante, una foto fija, en la ventanilla : “¿la dos, diesel? Cincuenta euros.” Y qué decir del operador telefónico, una lengua llena de cables, que no te entiende, ni te atiende jamás, mientras te preguntas por qué tu consulta nunca está en el menú de elecciones a marcar.
Algo parecido pasa hoy al librero, una especie de pasmarote junto a los anaqueles, donde duermen, aburridas, obras maestras, junto a los detergentes, a los jamones, y a los rollos de papel. Y los libros, ya sin alma, son una mera referencia en el ordenador.
Pero en este mar uniforme de utilitarismo mercantil, de mediocridad creativa, de planicie imaginativa, todavía quedan excepciones. Olas que se levantan orgullosas y altivas en mitad del océano, empujadas por ese viento interior que no se doblega jamás. Por ese remolino que nace en las raíces profundas y antiguas del buen servicio al cliente. En el trato, en la orientación y guía por el vasto mundo editorial de hoy. En ejercer, en definitiva, con letras de molde, el oficio de librero que es, ni más ni menos, la profesión de especialista en libros. Y no, de operario de almacén, que limpia el polvo a los stocks a su cargo, por los que no tiene más interés que el cli-clin de la caja.
Por esto, y por muchas cosas más, a Luis Domínguez se le conoce como el librero amigo. Ya quedan pocos como él.
A mí, a quien siempre le unirá el hecho íntimo e importante de haber aprendido a leer juntos, cuando fui a verlo con mi primer libro bajo el brazo, todavía en borrador, me miró arqueando una de sus grandes cejas, tasándome, sopesando los gramos de escritor que había en mí. Y yo supe, entonces, que no me perdería del todo en el proceloso mundo de las apariencias, de los oropeles y de las falsas purpurinas en que se está convirtiendo, dentro y fuera de las librerías, el oficio de escribir.