martes, 1 de noviembre de 2011

PRIMERO DE NOVIEMBRE.




      Hubo un tiempo, de niño, en que a Fernando le daban mucho miedo los muertos, el que se moría se iba a un sitio muy lejano y definitivo, un sitio oculto desde el que los muertos  miraban a los vivos y por ello resultaban tan misteriosos y asustadores para él, pero ahora sabe que no es verdad, la vida y la muerte son la misma cosa, y los muertos no se van sino que se quedan con nosotros. Los muertos nos rodean por doquier, porque hay muchos más muertos que vivos, muchos miles de millones más de muertos que de vivos desde que el mundo es mundo. Nos rodean con todas las cosas que dejaron, con sus libros, con sus películas, con sus casas, con  sus puentes, con sus árboles, con sus recuerdos y  con sus obras  en general. Nos rodean, en definitiva, con lo que fueron el fruto  de sus quehaceres y desvelos.

     Y luego estamos nosotros, los vivos, ¿qué somos los vivos si no el fruto más preciado, el más querido de los muertos?  Nos trajeron a este mundo, nos dejaron sus genes, sus recuerdos, sus abrazos y nos influenciaron lo más que pudieron. Sí, los muertos no se van a ningún sitio sino que permanecen con y dentro de nosotros.

     Los millones y millones, miles de millones, de cadáveres que en el mundo ha habido forman el humus, la arenilla que pisamos cuando caminamos.  Cuando el viento sopla  y  levanta el polvo son nuestros antepasados los que se levantan . Y cuando respiramos, los inhalamos y se instalan de nuevo dentro de nosotros. Por eso la vida y la muerte son la misma cosa, como el día y la noche, uno es la continuación del otro, nada más, y cuando el uno termina empieza el otro y luego al revés. Por eso Fernando ha elegido esta noche, sin proponérselo, esta película que se titula, Lo Que El viento Se Llevó y que debería tener una segunda parte, Y Luego Nos Trajo. Porque nosotros solo somos el sitio donde alguna vez se refluye el viento, el viento nos rodea, el viento nos posee, el viento nos da la vida y también nos la quita, el viento que, de repente, en un ráfaga luminosa, nos trae a veces el amor...

    Fernando acaba poniéndose muy triste. De vez en cuando le ocurre que se siente inerme, minúsculo, incapaz de entender el sentido de la existencia y entonces es cuando abre el armario y se viste con una pantalón vaquero negro muy ajustado y una camisa de un color rojo intenso, rojo pasión, se perfuma bien  y sale a la calle.  Es verdad, lo que tiene Amsterdam es que es una ciudad vieja pero con el alma joven, en Amsterdam hay un desorden aparente y la ciudad está llena de bicicletas donde las muchachas vuelan con su melena al viento. Fernando sortea  los canales y se dirige a la Plaza Damm. En una curva una muchacha casi lo arrolla con su bicicleta, cuando ambos se recomponen se cruzan sus miradas y Fernando le dice, ¿me acompañas a alquilar una ?, entonces la muchacha le sonríe y le contesta, sí, si me llevas tú con ésta en el sillín.

      Sí, es verdad, Amsterdam es una ciudad con muchachas rubias y esbeltas y a Fernando siempre se le dieron bien las mujeres, cada día mejor. Un poco más tarde se adentran los dos en un frondoso parque que hay enfrente del embarcadero y del casino. Se van alumbrando con los faros de sus bicicletas y Fernando se siente entonces seguro. El viento sopla suavemente con un rumor de siglos y Fernando lo respira lentamente, profundamente, mientras sigue la estela de esa melena rubia  que es como una ondulante vela en el océano de la noche.

De la novela "El día que fuimos dioses". Pág 316