UN
DIA EN CASA (I)
A
veces se conjuran los astros. Las mareas y la luna. Las hojas del calendario. Qué se yo. Y lo que no estaba previsto ocurre. De repente. Sin haberlo
planificado.
Pero
es verdad. Por fin un día en casa. Solo. Sin nada que hacer. Y las llamadas
sonando en otro sitio. Porque lo que es el móvil, hoy ni lo abro. Hoy voy a
vaguear sin límites. A perder el tiempo.
Como cuando era joven y tenía todo el tiempo por delante. Porque hoy siento que eso es ser joven, sobre todo eso…
Eso
de levantarte a las tantas tiene su gracia. Aprendes a sentir el tacto cálido,
pero también fresco y suave y hasta
cariñoso de las sábanas. Hoy sientes que no hay amigo mejor que tus sábanas,
fieles y calladas, en las que no reparabas desde hace ni sabes cuánto. Hoy no
quieres ni oír hablar de competitividad, ni de productividad ni, por supuesto,
de maldad. Hoy solo te dejas arrullar por esos seres aterciopelados, que se
amoldan a ti como ninguno. Bondadosos, entregados y cálidos . Y hasta con un
punto de inocencia a pesar de los secretos que guardan.
Así
que te estiras como nunca. Y te abrazas a tu almohada, como a la mejor amiga
del mundo. Mientras vagamente vuelves a pensar en tus sueños. Esos que tienes aparcados
desde no se sabe qué año. Y cuando vuelves a pensar en ellos, de repente
vuelves a verlos como posibles, en tanto que, en una armonía deliciosa, pareces
sentirte el hombre más feliz del universo.
Que se pare el mundo, que yo me bajo aquí.
Y te
bajas de la cama. Pero solo pensando en ese pedazo de desayuno que te vas a
meter. Además hoy hace sol y te darás el
capricho de hacerlo en la terraza. Así que coges cinco naranjas, cinco, y te
preparas un zumo lento e intenso, orgásmico, mientras las tostadas crepitan en
el tostador, dorándose como a ti te gustan.
Efectivamente
no hay nada mejor que observar, desde la terraza, cómo la gente se afana en mil
cosas, yendo de aquí para allá, caminando como posesos, nadie sabe a dónde y
por qué. Aunque tú lo sabes muy bien. Y
cierras los ojos y te dejas bañar por este sol de otoño, sintiéndote un
afortunado de los dioses, que hoy te han dado un momento de respiro. Y de
lucidez. Porque eres capaz de sentir el
aliento del tiempo. El que está fuera de nuestra mente atormentada. Y
angustiada. Y llena de estrés.
Y te
sientes capaz, después de mucho tiempo, de entender la dulce muerte de las
petunias, que te miran llenas de tristeza en su parterre. Despidiéndose hasta
la próxima primavera. Y de ver cómo tu
loro se adormece tranquilo. Al verte pleno de felicidad. Mientras el tiempo
parece que no pasa. Que se alarga hasta el infinito. Como aquellos años que nunca se acababan. Y sentías entonces que
podías perder el tiempo, porque todavía tenías tanto…
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