martes, 25 de junio de 2024

BRUCE SPRINGSTEEN: LOS VIEJOS ROQUEROS NUNCA MUEREN.

 



     Miles, decenas de miles de personas, subíamos, no como cabras, sino en las escaleras mecánicas, Montjuic arriba, para ver, para escuchar el oráculo, como lo hacían en los tiempos bíblicos los judíos dirigiéndose al  sermón de la montaña, nos esperaba el viejo mensaje, tal vez el último en España, del viejo roquero, del Jefe, The Boss Bruce Springsteen.

     Con un par, nuestro hijos nos habían regalado dos entradas. "Y os vais a Barcelona, que para eso este año estáis celebrando vuestro 35 aniversario, léase, bodas de coral, de fin de semana marchoso, ya os regalaremos otro finde más romántico.Y, demás, a la pista, que sois todavía jóvenes (!)".

     Tuvimos suerte y dimos con el camino correcto para acceder por nuestra puerta al Estadio Olímpico, que no era fácil. Creo que, todavía algunos, medio fumados, están buscándola, dando vueltas y vueltas al estadio. Fuimos con una hora de anticipación. E hicimos bien. Te controlan y te cachean hasta aburrirte, e ir a los baños fue una odisea.

     Los chicos conservamos una de las pocas ventajas que nos quedan, orinar de pie. Así que habían dispuesto, en la mitad de la pista del estadio, como 100 muretes de plástico hasta la cintura, individuales, donde podías aliviarte, no te veían tus compañeros, eso sí, pero, todos los mirones de las gradas se lo pasaban bomba. Este escritor quisiera ser recodado, no por otras bondades, sino solo por la calidad de su escritura así que, un tanto pasmado, se resguardaba como podía. Había una señora a la entrada, dando gritos, tal vez un poco colocada, "Déjenme pasar, que me meo, que lo hago en el de los chicos, aunque sea de pie". A la pobre se la llevaron en volandas a los baños femeninos, no sé si inclusive mojando por doquier, y saltándose entera a la cola de las chicas, que aguardaban en centenares su turno en los urinarios a cubierto.

     Cuando vino mi mujer del baño ya casi estaba saliendo el Boss y eso que lo hizo con retraso. La gente respiraba camaradería y unas ganas sanas de pasárselo bien. Yo trataba de hacerme un selfie con mi chica. "Déjame que os haga yo la foto", se acercó una señora de unos cuarenta. A nuestro lado, había una pareja, más o menos de nuestra edad, que, posiblemente, celebraban también algo. Ella iba súper arreglada y bien vestida. Seguro que el regalo había sido una auténtica sorpresa para ella. Se apretujaba a su marido para disfrazarse un poco.



     Por fin salió el Jefe. Con su pelo blanco, más arrugas que una tienda de Adolfo Domínguez y la voz potente, con el poderío de siempre. Tan varonil como un leñador de Nebraska o un mecánico de coches de Nueva York. Yo era la primera vez que lo veía en directo, pero eran legendarias su entrega y su cercanía.

     Y de ellas derrochó el pasado sábado. Con esa alquimia, un repertorio largo y de calidad como pocos y una banda, la E Street Band, todos sus miembros tan vetustos como virtuosos, se conseguía la fórmula del éxito, de la rendición del público. Me recordó al Real Madrid: con su espíritu, y los mejores jugadores, no se le escapa nunca la Champions.



     Tuvo una primera parte marchosa, de sus temas más roqueros, para calentar al personal, se acercó a la pista delantera, donde están los fans más locos, y se dejó tocar por algunos de ellos, el que lo consiguió seguro que no se lava en semanas,  incluso cogió a un niño en brazos y cantó una estrofa con una adolescente.

     Cuando la noche ya nos envolvía a todos, bajo la capa de un cielo cubierto que amenazó lluvia todo el concierto, aunque al final no se atrevió, llegó la parte más íntima, él, su guitarra y su armónica, y poco más. Vinieron las canciones de Nebraska, de The River. La gente se empezó a emocionar, nos abrazábamos a nuestras parejas, hechizados por la noche y por su voz legendaria, nos besábamos, a la luz de la linterna de nuestros móviles que cerilleaban todo el estadio. Yo eché de menos algunos títulos: I´m on fire o Streets of Philadelphia, por ejemplo. O My own town. Pero tiene tantas y tan buenas, que la  posible oquedad de estas quedó eclipsada por otras de igual calidad y sentimiento. 

     Vino luego otra parte más anodina, todo muy calculado, la gente aprovechaba para ir a por otro vaso de cerveza o a los baños. La señora bien vestida vino de estos. Su marido le preguntó por el estado de los mismos: "¿Qué tal?", le dijo. "Pues, ya sabes, sin tocar nada", le contestó por toda explicación. A saber cómo lo hizo. Su marido le dijo con una sonrisa, en forma de piropo: "Si es que las mujeres sois unas artistas". La mujer me miraba, por si le había oído, roja como un tomate.














     Vino una parte luego con mucha calidad musical, donde cada miembro de la E Street Band virtuoseaba con su instrumento acompañando en una especie de dúo al Jefe. El saxofón languidecía de melancolía abrazándonos a todos, las trompetas subían y subían y nos llevaban al alto cielo, el piano martilleaba las notas, todo hondura y sentimiento, etc. La gente a nuestro alrededor bailaba, daba palmas, se besaba y abrazaba con su pareja. El marido de la bien vestida, solo decía una y otra vez: "Maravilloso, maravilloso" y se quedaba mirando al escenario y a las pantallas casi con los ojos en blanco.





     Tras casi tres horas de concierto y con el público rendido y entregado vinieron los bises: arrancó con su primer y quizás mayor éxito: Born in the USA, acabas como un perro que ha sido golpeado demasiado /... Yo nací en los Estado Unidos de América... La señora cuarentona que nos hizo la foto tenía una marcha increíble, y un cuerpo todavía de buen ver, empezó a bailar con un frenesí contagioso, a su lado, su marido, apenas un chisgarabís esmirriado y calvo, tal vez para que no se notara tanto el contraste, nos invitó a mi mujer y a mí. Así que montamos un grupo entre los cuatro, con más marcha que cuando éramos adolescentes. Rápidamente se nos unió otra pareja joven y acabamos todos agarrados en círculo y dando botes, cantando y gritando como si no hubiera mañana.

      Casi sin darnos respiro Bruce siguió con mi favorita: Dancing in the dark, me levanto por la noche/ y no tengo nada que decir / vengo a casa por la mañana/ me voy a la cama sintiendo de la misma manera/ ...Estoy cansado y aburrido conmigo mismo. / Hola, nena, me vendría bien un poco de ayuda... / No se puede encender un fuego sin una chispa, / incluso si  estamos bailando en la oscuridad...

     Sí, Bailando en la oscuridad es una canción para el cambio, para salir de la rutina y lanzarte a cosas nuevas, para pedirle ayuda a tu pareja y volver a sentir.... incluso bailando en la oscuridad. Y la oscuridad nos rodeaba, la música nos envolvía, y nos sentíamos rejuvenecer, con ganas de cambiar, con ganas de bailar... Todo merecía la pena, bajo el cielo encapotado. Sentíamos la fragilidad del ser humano, pero nos fortalecíamos con esa hermandad de voces, de bailes, de música, esa comunión con la gente nos hermanaba y nos hacía fuertes incluso bailando en la oscuridad... Solo por esos momentos había merecido la pena el concierto.

     Terminó Bruce con Glory days, los días de gloria pasarán por ti / días de gloria cuando esa chica te guiñaba el ojo... días de gloria, días de gloria.

     Se despidió la E Stret Band y todavía volvió Bruce con su guitarra y su armónica. No añadió nada a lo ya vivido, solo quiso despedirse así, como un poeta urbano,  sentimental y melancólico, tal vez se despedía de España para siempre. Había merecido mucho la pena.




     Salimos en silencio del estadio, todavía conmocionados por los sentimientos que habían aflorado durante aquellas tres horas mágicas e inolvidables. Íbamos en procesión como los costaleros en Sevilla, arrastrando los pies para no golpear al de delante, buscando las escaleras mecánicas para bajar Montjuic. Mi mujer me agarraba del brazo, íbamos muy juntitos, como unos colegiales. La gente empezó a hablar de cosas superficiales para sacarse de dentro tanta hondura. Mi mujer me dijo: "Me ha caído una gota". El de al lado miró al cielo y le dijo a Dios mismo: "Te has portado, maestro". Otro se rió. Se percibía un buen rollo entre nosotros. Nos fuimos desperdigando por la Gran Vía.

     Nosotros nos dirigimos a nuestro hotel. Estaba allí cerca. Era casi la una. Nos envolvía la noche, pero nos sentíamos descansados y jóvenes. Sí, más jóvenes. Bruce Springsteen tiene 74 años. Nos había dado un concierto de más de tres horas, sin dejar de cantar ni un solo tema y tocando la guitarra y bailando sin parar. Había conseguido sacar lo mejor, esa fuerza interior incansable, de nosotros mismos. Los viejos roqueros nunca mueren.

     Mi mujer y yo hemos acuñado un lema desde entonces. Si estamos cansados y vamos a quejarnos, nuestra pareja nos dice: "No lo hagas, Bruce no lo haría".